miércoles, 13 de septiembre de 2006

You, you, you

Yabelo-Awasa, maksagno 3 de meskerem de 1999




Nos levantamos muy temprano y casi como dos autómatas sincronizados vamos repitiendo el mismo ritual. De la cama al servicio, del servicio a la ducha, de la ducha al lavabo y del lavabo a colocar las maletas y dejarlas preparadas para que el conductor que se quede con Gloria y Maite se las lleve. Ya no volvemos al hotel. El resto, en dos coches, salimos después de desayunar hacia Chew-Bet, casa de sal. Después volveremos sobre nuestros pasos hasta los pozos cantarines, en el pueblo de Dubluk, donde nos encontraremos con el otro coche. Visitaremos los pozos y saldremos hacia Awasa a orillas del lago del mismo nombre. El agua no acaba de salir del todo caliente pero aún así la ducha es reconfortante. Nos dirigimos a la cafetería, junto a recepción, donde Kumbi ayer dejó dicho que desayunaríamos a estas intempestivas horas. Más que una cafetería tiene aspecto de pub con una pequeña barra de madera tallada a la derecha según se entra. Nos preparan un desayuno occidental a base de pan tostado, un enorme plato recién hecho precedido por un cálido aroma, mantequilla y mermelada de fresa. Dudo que podamos terminarlo. Tomamos te todos menos Gustavo que toma café. Fuera en una mesa junto a la terraza donde está la televisión, Kumbi y Yonás desayunan una enyera para los dos con sendas colas. Terminamos antes que ellos y mientras esperamos aprovecho para grabar a dos verdaderos expertos en el arte de comer enyera con la mano.

Salimos en dirección a Kenia por la carretera asfaltada que comienza poco antes de llegar a Yabelo. El asfaltado y el trazado completamente rectilíneo de la vía, nos permite velocidades de ochenta e incluso noventa kilómetros por hora. Atravesamos la población de Dubluk donde a punto estamos de atropellar a un hombre que inconscientemente sale sin mirar de detrás de un camión parado en la mitad de la carretera. Continúa vivo por una ley física básica: no estaba en la trayectoria de nuestro coche, que se desplazaba sin control gracias a la inercia provocada al bloquear las ruedas con la fuerte frenada. Yonás, que es con quien vamos, increpa al individuo que permanece ajeno al hecho de que hoy ha vuelto a nacer. Kumbi nos acompaña y a la vez nos ameniza junto con Yonás el viaje, durante el cual no paran de cantar dándose la réplica una y otra vez. No lo hacen nada mal. Para haberse conocido en este viaje han congeniado de maravilla. Entre canción y canción nos explica por encima la clasificación de la etnia de los Oromos en Boranas y Barentu. También nos cuenta la distribución del tiempo a lo largo de su vida y así tenemos que desde que nacen hasta los ocho años son niños y se dedican a cosas de niños, jugar principalmente. Entre los ocho y los dieciséis comienza el aprendizaje. A partir de los dieciséis y hasta que cumplen veinticuatro son guerreros. De los veinticuatro comienzan un segundo aprendizaje que les preparará para, llegado el caso, asumir el poder. Esto dura hasta los treinta y dos, edad en la que comienzan el liderazgo y que nunca extenderán más allá de los cuarenta. A partir de aquí son considerados consejeros de la tribu. Si yo fuese Oromo me encontraría en mi último año de liderazgo, a punto de pasar a consejero. Considerarte un consejero es una forma muy elegante de superar la crisis de los cuarenta.

Llegamos junto a un cráter de enormes dimensiones y según nos acercamos al borde vemos ante nuestros ojos una enorme mancha negra circular en el fondo con una corona blanca que la rodea, fruto de la evaporación del agua con alta concentración de sal. Kumbi nos había dicho que la excursión merecía la pena pero es más que eso. Hay veces que las cosas te las imaginas de una manera completamente distinta a lo que luego son en la realidad. Este es el caso y los cinco nos quedamos con la boca abierta en el borde del cráter admirando la laguna, empequeñecida por las colosales dimensiones del socavón donde se encuentra.

Debemos comenzar el descenso ya que se tarda aproximadamente una hora en bajar y algo más para subir y andamos con el tiempo justo. Debido a la gran cantidad de guijarros sueltos en el camino, hay que tener mucho cuidado y afianzar cada paso que se da si no quieres acabar con tus huesos en el suelo o lo que sería aún peor, con el tobillo dañado. Luisa al poco tiempo comienza a quedarse rezagada y poco después, con buen criterio, decide darse la vuelta y no bajar. Nos cruzamos con tres burros que transportan dos sacos de sal sobre sus lomos, uno a cada lado del espinazo. Aprovechamos la circunstancia para escuchar al encargado de los burros contarnos la historia del pozo y las propiedades más que dudosas que se le atribuye al básico mineral. Al parecer un hombre de un pueblo cercano tenía un burro. Este animal desaparecía por las noches y aparecía de nuevo por la mañana. El burro engordó, estaba más lustroso, su pelo brillaba sano, trabajaba vigorosamente todo el día, y su amo había notado, a pesar del duro trabajo diario, que se empleaba fogosamente con todas las burras que le salían al paso. Una noche siguió al burro para descubrir que es lo que había provocado aquel cambio en su animal y que es lo que le daba tanta energía. Así descubrió el pozo y vio como el animal chupaba con gran ahínco la sal. Enseguida, el dueño comprendió que era el mineral lo que aportaba al burro su energía y el inagotable apetito sexual. Cualquiera que visite el pozo de sal, comprenderá que no hace falta seguir en plena noche a un pollino para toparse con semejante accidente geográfico. Cuentos a parte la sal que se saca del pozo lleva años sirviendo de complemento alimenticio del ganado local y de los propios lugareños. El mismo hombre que nos ha contado la historia saca un trozo de uno de los sacos y lo mete en la boca, lo enjuaga con la saliva, escupe el fango negro que la envuelve y nos muestra orgulloso el cristal de sal convidándonos a probarla. Amablemente declinamos su oferta y nos despedimos continuando la bajada. A medida que descendemos el camino se hace menos exigente al ser la pendiente cada vez menor hasta que llegamos a la parte plana del fondo donde aún hemos de caminar un rato hasta llegar al borde blanquecino de la laguna. Montones de sal, unos negros, aún sin limpiar y destinados para el consumo del ganado, y otros blancos, desprovistos de fango, esperan para ser metidos en sacos y transportados por los burros hasta el pueblo. Entre los montones trabajan dos hombres, uno bastante mayor completamente desnudo y otro más joven vestido tan solo con unos viejos slips. No nos ponemos de acuerdo en la edad del mayor y tampoco el guía local que nos acompaña es capaz de decirnos con exactitud cuánto tiempo lleva trabajando aquí, aunque cree que serán unos treinta años. Con sendos baldes de color azul se meten dentro del agua, junto a la orilla donde el agua justo les tapa los tobillos, y comienzan a rascar el fondo para extraer trozos de sal que depositan en los baldes para limpiarlos del fango que se agarra a su superficie. Para la extracción en el centro de la laguna se precisan dos hombres. Uno se sumerge y el otro lo mantiene en el fondo colocándose sobre él y evitando así que la alta densidad del agua lo devuelva a la superficie. Cuando la sal es arrancada, con una señal el que está sumergido indica al otro que quiere salir. El guía local nos da unos cristales de sal limpia a cada uno, pagamos lo pactado, no recuerdo cuánto, a los dos hombres que continúan afanados limpiando sal y comenzamos la subida hacia el pueblo. Como habíamos imaginado según bajábamos, la subida es aún más dura que la bajada. Ha salido el sol y comienza a calentar con fuerza. Marisol que sube a nuestro ritmo se ve obligada a parar a medio camino con la respiración entrecortada y ganas de vomitar. Me quedo con ella mientras, Kumbi, Gustavo y Paco continúan subiendo. Intento que regularice la respiración y que descanse un poco. Cojo su bolso, su polar y todo lo que le pueda agobiar y continuamos subiendo a un ritmo algo menor que al principio sin parar hasta arriba y evitando así que los burros nos adelanten una y otra vez. Son casi dos kilómetros bajo un sol de justicia, con un desnivel de quinientos metros y firme muy irregular que exige un esfuerzo extra. Cuando llegamos arriba Kumbi nos anima y felicita aplaudiendo junto a Mesfin, Yonás y una veintena de lugareños.

—Eres un cabronazo Kumbi —dice Marisol entrecortada por el esfuerzo. —Dijiste que si no podía subir tú me ayudarías y en cuanto has visto que me daba la pájara te has escaqueado.

Kumbi se ríe y nos cuenta lo que no quiso decirnos antes para no desanimarnos: muchas veces cuando trae excursiones al pozo la gente en la subida lo pasa muy mal llegando incluso a vomitar. Dice que hoy hemos tenido bastante suerte ya que el sol no calentaba como suele hacerlo habitualmente. Menos mal. Tomamos unas colas curioseando en un mercado, que no estaba cuando iniciamos la bajada, con objetos de uso cotidiano y con aspecto de viejos.

Cuando regresamos a Madrid sentí curiosidad por ver si el pozo era visible en Google Earth así que descargué el recorrido desde Yabelo hasta Dosoda y tal y como imaginaba se ve perfectamente, con un curios efecto óptico que hace que parezca una montaña en lugar de un cráter. El efecto que desaparece en cuanto varías la perspectiva con la opción Tilt de Google Earth. Se encuentra exactamente en latitud 4.20742914113 longitud 38.3959468389 y para buscarlo en Google Earth basta meter ambas coordenadas separadas por una coma (4.20742914113,38.3959468389).

Nos ponemos en camino hacia Dubluk para visitar los pozos cantarines. Allí nos esperan Kebede, Maite, Esmeralda y Gloria. Cuando llegamos ellas ya han visitado los pozos así que mientras esperan en el pueblo, nosotros nos vamos para allá. Tomamos un camino que sale a la derecha, sentido Yabelo, y que termina en una árida vaguada apenas salpicada por unos cuantos matorrales y donde un grupo de jóvenes pastorean una cabrada que mordisquea la poca hierba que hay. Un sendero de un par de metros está cercado por paredes de tierra cada vez más altas a medida que descendemos. Llegamos hasta una zona que se abre ligeramente y donde a la derecha hay un abrevadero y un gran pozo al fondo. En realidad el pozo propiamente dicho se encuentra al fondo de este primer pozo, más bien una represa, paso intermedio del agua camino del abrevadero. En época de sequía, hacen una cadena humana desde el fondo del pozo por la cual van subiendo los cubos de agua mientras cantan para animarse, de donde les viene el nombre de pozos cantarines. Hoy tan solo nos hacen una demostración transportando el agua desde el estanque hasta el abrevadero mientras entonan una canción muy rítmica y que a mí me recuerda vagamente a los coros Gospel. Me acerco, con sumo cuidado, a la boca del pozo para constatar que es tan profundo que mirar al fondo, aunque no se alcance a ver el final, marea.

Volvemos a Yabelo donde comeremos en el motel antes de continuar viaje con destino Awasa a unos 293 kilómetros. Pagamos 41B por la comida y una hora y media más tarde nos ponemos en camino.

La carretera es asfaltada pero las velocidades que te permite no son muy altas. A esto hay que sumar la gran cantidad de gente, animales y cosas que se encuentran presentes durante todo el trayecto, sobre todo atravesando las distintas poblaciones por las que pasamos. La media de velocidad aumenta respecto a las pistas y sobrepasamos ligeramente los 60 kilómetros a la hora. Esto permite deleitarse con el paisaje, un paisaje que según nos dirigimos hacia el norte se engalana de hermosas praderas donde se alternan el oscuro marrón de una tierra esponjosa y fértil, y el intenso y frondoso verde de las vaguadas y los bosques que las cercan. La tímida lluvia que comienza a caer refuerza más aún la sensación de encontrarme en un clima húmedo, lejos de las imágenes áridas creadas por las noticias sobre hambrunas en este país durante las terribles épocas de sequía.

Paramos para tomar un café en un pueblo llamado Yirga Chefer que se encuentra en una zona dedicada al cultivo del café. El de esta zona en concreto tiene fama de buen café por todo el país. Arrecia la lluvia mientras degustamos el adictivo brebaje. El bar aún continúa decorado con los adornos que celebraban la Noche Vieja y la entrada del nuevo año. En la televisión están poniendo resúmenes del Mundial de F1 y nos llama la atención que no conozcan a Fernando Alonso, aunque, por otra parte, aquí el deporte rey es el fútbol y como hasta hace poco pasaba en España el resto de los deportes pasan sin pena ni gloria. La conversación deriva hacia el éxito de etíopes y españoles en el deporte llegando a la conclusión que, mientras que en fútbol jamás llegaremos a nada, al menos por la parte que nos toca, en largas distancias somos dos países muy competitivos. Me ha parecido entender que Kebede ha tenido un pequeño problema con una cabra y que está negociando con el dueño del animal la compensación económica del trance, negociación que una vez cerrada nos permite continuar nuestro camino.

Avanzamos entre la fuerte lluvia a medida que oscurece lo que dificulta aún más la conducción. Esta lluvia enfría el ambiente y motiva que la gente encienda fuego dentro de sus chozas para templarlas, provocando uno de los efectos más hermosos que he visto en mi vida. De las chozas, por el tejado, sube lentamente el humo que provoca la lumbre interior creando un fantasmagórico paisaje que se extiende, más allá del borde de la carretera, hacia el interior por las plantaciones de plataneros. Este humo se deposita a cierta altura sólo roto por las pequeñas elevaciones del terreno. Recuerdo haber visto en un libro una fotografía de un valle, tomada desde lo alto, a primera hora de la mañana cuando la neblina aún se encuentra baja y rellena los desniveles que dejan los pequeños cerros. Lo que estoy viendo en este momento es la versión tropical de aquella foto donde los cerros pelados son ocupados por suaves plantaciones de plataneros. Pocas veces he disfrutado tanto como durante esos pocos minutos. La observación del precioso lienzo se perturbó de pronto cuando comenzamos a acercarnos a Awasa y el volumen de obstáculos en la carretera aumentó hasta el punto de hacer prácticamente imposible conducir. Esta mañana, cuando nos encontrábamos en el pozo de sal, pregunté a Yonás si el bajaba con nosotros,

—No, I have to drive all day —que flojo, pensé.

Ahora entiendo sus razones. La tensión que acumulan los conductores en estos viajes es tremenda. Y es fácil calcularla, analizas la propia tensión que acumulas mientras frenas con tus piernas, intentas apartar el carro que parece nos vamos a tragar sin remedio, tensas todo tu cuerpo al ver aparecer de la oscuridad un rebaño entero de vacas, se te dispara el corazón cuando Mesfin, que ve más de lo que tú puedas ver, frena inesperadamente, etc. y la multiplicas por diez para convertirla en real. Escribo las cosas que he visto vender en la carretera para evitar mirar hacia delante, leña, café, tajos, celosía de bambú, limas, gallinas, piñas, cestos de mimbre, bidones con grava, piedras losetas, cruces, palos largos, palos cortos, cebollas, papayas, patatas, tomates, raspas de pescado, pescado... Por Dios, ¿es que no vamos a llegar nunca?

Pero llegamos, por fin llegamos sanos y salvos. Kabede, Yonás y, por lo que a mí me toca, Mesfin:

GRACIAS, muchísimas gracias.

Atravesamos toda la ciudad para llegar a nuestro hotel, el Awasa Hotel. Definitivamente vamos mejorando día a día. El hotel, aunque a estas horas no podamos verlo, se encuentra junto al lago Awasa y las habitaciones en realidad son amplios bungalós pareados con una enorme habitación que reúne en una sola estancia habitación y sala de estar y un pasillo vestidor desde que se accede al cuarto de baño, también muy espacioso. Ponemos en marcha la caldera para que cumpla su función con la esperanza de que el agua salga tan caliente que no podamos aguantar bajo ella. Damos tiempo al viejo aparato recolocando las bolsas, y al cabo de unos quince minutos nos metemos en la ducha, bajo un agua tibia que no llega a estar verdaderamente caliente. Una vez aseados nos vestimos y salimos hacia recepción donde hemos quedado con el grupo. Fuera, la luz de una desangelada bombilla proyecta sobre el número 39 de nuestra habitación la sombra amenazante de una decena de mosquitos, listos para colarse dentro y convertir nuestro dulce sueño en pesadilla. Mientras llegan los demás aprovecho para que Marisol nos haga una foto a Yonás y a mí en su coche, yo al volante. Prometo mandársela en cuanto llegue a España.

—Gustavo, ¿has visto a Javier? Es un pepillo —dice Kumbi refiriéndose a mí.

—¿Qué es un pepillo? —le pregunto.

—Tu sabes, allá en Cuba se le dice pepillo a la gente que gusta de arreglarse y peinarse y ponerse camisas chulas, como si dijéramos un pintón, ¿tú me entiendes?

—Pues tienes toda la razón —le digo y en este cuaderno queda claro que acepto mi condición no sin cierto orgullo.

Sin caer en el gran tópico histórico hoy es nuestra última cena juntos, mañana iremos hasta Shashemene y desde ahí Gloria, Maite, Esme y Paco con Kebede y Kumbi continuaran con su viaje del que aún les queda más de la mitad. Luisa, Marisol, Gustavo y Yo con Mesfin, Yonás y Ayele continuamos hacia Addis para comenzar con la segunda parte del nuestro. Por eso hoy cenaremos todos juntos en el Pinna Hotel, restaurante sugerido por Ayele, donde haremos entrega de las propinas que hemos pensado para cada uno de ellos y que entregará Gloria después de decir unas palabras que son replicadas por todos y cada uno de los componentes del equipo. Me llama mucho la atención que todos ellos coinciden en alabar la unidad que hemos mostrado como grupo desde el principio, aceptando siempre, por unanimidad, todas las decisiones que se han tenido que tomar. Por nuestra parte, agradecemos su profesionalidad y el exceso de celo al que no estaban obligados y aún así han derrochado con todos nosotros. Una foto inmortaliza el momento y tras pagar la cena, tocamos a 100B por pareja, nos vamos para el hotel con gran carga emocional en nuestros cansados corazones.

De vuelta en nuestra habitación, preparamos las mosquiteras para lo que intuimos una noche complicada. No en vano estamos en la misma orilla del lago y nuestra habitación es la última línea defensiva, la retaguardia. Los mosquitos esperan nuestra llegada en la luz del porche con su característica pose desafiante, listos para colarse en cuanto abramos la puerta. Por eso Marisol y yo sincronizamos nuestros movimientos y repasamos una última vez la entrada a la habitación con rapidez, limpiamente. Con la protección extra del Aután por nuestro cuerpo nos metemos en la cama bajo la mosquitera. Cruzamos impresiones del lago de sal y coincidimos en que la excursión, desfallecimiento incluido, ha merecido la pena. Hablamos del nebuloso paisaje y la angustiosa llegada a la ciudad de Awasa.

Un repaso mental rápido deja un saldo de 41B para la comida y 100B para la cena. Hemos pagado una cantidad para los trabajadores del pozo de sal que no recuerdo y que por lo tanto no puedo contabilizar. Tampoco recuerdo lo que hemos puesto en concepto de propinas pero aunque lo recordase lo considero algo personal, algo entre ellos y nosotros. Solo deseo que se sientan satisfechos y nos recuerden con afecto. Un parcial de 141B, un total de 1.007,75B y 55,99Bpd (5€pd). Lo que sí recuerdo bien y no estoy dispuesto a olvidar es el precioso paisaje de las chozas humeando con indolencia a orillas de la carretera, recuerdo que me acompaña durante los últimos segundos antes de quedar profundamente dormido.

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