De Arba Minch a Jinka, rabue 2 de pagumen de 1998
Desde nuestra acomodada mentalidad occidental no podemos imaginar lo que significa una botella de agua vacía para el niño que desde la carretera se desfonda gritando sin cesar —Highland, highland—. La botella se convierte en principal y viene a sustituir a esa otra, hasta ahora vital, que será reciclada en el mercado por unos cuantos céntimos de birr. A partir de este momento y gracias a que Mesfin nos pone al corriente, guardamos todas las botellas que van quedando vacías en la parte trasera del Toyota recién reparado y listo para continuar.
Dejamos preparadas las bolsas y salimos de nuestra habitación dando un pequeño paseo hasta el restaurante, donde nos espera ya el resto del grupo y el desayuno. La mañana es preciosa y desayunar en la terraza del Bekelle Molla todo un lujo, viendo como los primeros rayos de sol ponen cerco a la colina del parque Nechisar a la vez que se reflejan en la sosegada superficie de ambos lagos. Después de desayunar saldremos hacia Jinka, próxima etapa en nuestro viaje, a unos 233 kilómetros de aquí en dirección suroeste.
En caravana, los tres coches abandonamos el hotel y tomamos una calle que nos lleva hasta la avenida principal de Arba Minch donde giramos a la izquierda en dirección al lago Chamo. La carretera, despejada a estas horas, poco a poco comienza a poblarse de personas y animales, estos últimos muy superiores en número frente a los primeros. Dejamos la desviación que lleva al embarcadero para descubrir a partir de este momento un nuevo camino, que se encuentra en bastante buenas condiciones, en este país que empieza a fascinarnos.
El sol comienza a calentar cuando vuelvo a ver, a orilla de la carretera, otra acacia de cuyas ramas cuelgan lo que parecen ser nidos. Pregunto a Mesfin por tan curiosas formas,
—Dice que son colmenas —nos traduce Gustavo.
Aprovechamos para parar frente a una de las muchas acacias que soportan sobre sus ramas el peso de lo que desde lejos parecen capullos gigantes de crisálidas. Estiramos las piernas y mientras los fumadores cumplen con su vicio yo me dedico a tirar un par de fotos. Una de ellas, con fuerte contraluz, confiere a las ramas de la acacia con las colmenas un aire cuando menos inquietante.
No volvemos a parar hasta que llegamos a la localidad de Konso, un pueblo situado en una encrucijada de caminos que reparte la rotonda que se encuentra en su mismo corazón, al este el que viene de Yabelo, al oeste el que va hacia Jinka, y al norte por el que venimos de Arba Minch. Tomamos algo en la cafetería del St. Mary, nuestro hotel por una noche de camino hacia Yabelo.
Juntamos dos mesas y a su alrededor escuchamos a Kumbi que con su particular deje cubano nos habla acerca de los Konso, etnia local, de sus modos de vestir y sus costumbres. Respecto a lo primero ellas se caracterizan por unos largos faldones que rematan en la cintura con un volante. La longitud de este volante indica el estado civil de la mujer, soltera, casada o vieja dependiendo si es corto, medio o largo respectivamente. Ellos gustan de llevar unos calzones cortos por encima de las rodillas, de vivos colores y muy amplios cuya bragueta recuerda los antiguos pulgueros de nuestros abuelos y que yo he llegado a usar en mis tiempos de estudiante durante los severos inviernos salmantinos. Respecto a lo segundo, nos cuenta una interesante historia sobre el rey de los Konso el cual lleva siempre consigo un puñado de tierra y un puñado de producto local, teff por ejemplo, en cada uno de sus viajes una forma simbólica de no abandonar nunca su tierra. Pero los Konso y sus poblados los visitaremos a la vuelta por lo que sin más zanjamos la tertulia y nos disponemos a continuar viaje, después de comprar unas pulseras a un grupo de chicos que con los brazos en alto muestran un gran surtido de collares y pulseras de cuentas coloristas. Aparentemente la cafetería del St. Mary no tiene servicios así que aliviamos las tensiones motivadas por las lógicas necesidades fisiológicas del otro lado de la rotonda, en una especie de café con una terraza donde hay una media docena de chozas circulares abiertas y cubiertas por techumbres de paja, donde la gente charla y toma enyera relajadamente. Mientras Marisol compra tres pulseras por 10B, todas ellas rematadas con cierres con los colores de la bandera etíope, veo pasar a un grupo de gente que porta sobre una frágil camilla realizada con palos lo que parece ser una persona amortajada. Poco después se repite la escena, pero esta vez la persona que va sobre la camilla va recostada de lado con la cabeza destapada y más parece un enfermo que un cadáver.
Salimos de Konso atravesando un mercado local en lo alto del pueblo donde la gente se amontona a orillas de la carretera sentada tras sus mercancías. Un poco más arriba unos veinte gallos aguardan sumisos su destino mientras la parte trasera de un camión se va llenando con gente para optimizar el viaje.
La carretera se encuentra en obras que parecen paradas. Tratan, a base de grandes muros de contención realizados en piedra, de evitar los graves desperfectos a los que las lluvias someten sin piedad a estas frágiles y a la vez tan necesarias pistas de tierra.
—Highland, highland —una y otra vez.
Por más que me esfuerzo no soy capaz de ver el origen de los gritos que nos acompaña como un ruido de fondo más, junto al viento o el traqueteo del coche al vadear los enormes baches. Poco a poco el paisaje torna a semidesértico con matorral bajo cada vez más ralo y es entonces cuando logro distinguir a los niños que abandonan el ganado en una desesperada carrera para alcanzarnos y obtener ese preciado objeto, por lo que no paran de gritar la marca de agua que para nosotros es ya tan familiar.
Paramos en un alto desde donde hay unas vistas espectaculares del valle de Weito, una extensa llanura cercada por suaves colinas a modo de enorme caldera. A los pocos minutos nos vemos rodeados de niños que nos piden botellas, dinero, kamelo... Uno porta orgulloso un rifle kalasnikov de atrezo completamente inofensivo. Luisa se interesa por el juguete, pero el estresante regateo y la promesa de Kumbi de que tendremos más oportunidades de comprarlo hacen que decida dejarlo para más adelante. Saco una foto de una niña Konso de mirada preciosa y sonrisa tímida que arranco cuando hago que pose con Marisol para una segunda foto. Nos deshacemos de las botellas de agua vacías que llevamos provocando una enorme trifulca entre los niños que pelean con ahínco por conseguir una.
Lo que desde arriba, en el mirador, parecía una llanura verde y frondosa se transforma aquí abajo en un infernal horno de maleza impenetrable y un calor asfixiante. Ni siquiera las cuatro ventanillas abiertas hasta abajo mitigan un calor que comienza a revolvernos. Afortunadamente paramos para comer, salir del coche y refrescarnos la cara con el agua que sale del grifo pinchado en un bidón amarillo, improvisado lavabo, que mitiga los rigores de este intratable valle.
Comemos en una de esas chozas circulares similares a las que hemos visto en Konso pero más grande. Cuento unas cinco mesas dentro de cada choza y se ve gente comiendo, aparentemente, todos lo mismo. Kumbi nos lo confirma,
—Aquí se come enyera con carne de cabra guisada.
El guiso resulta ser cabrito con cebolla fuertemente especiado y cocinado lento con abundante aceite. La enyera, de fuerte sabor entre ácido y amargo, resulta mal compañero del cabrito y tengo que hacer un gran esfuerzo para comerla con la esperanza de acabar por acostumbrarme a su sabor. Paco y Gustavo me acompañan pero al final coincidimos en que será difícil asimilar como nuestro tan atrevido sabor. Marisol, Luisa y Esme comen el cabrito con pan mientras que Gloria y Maite no prueban bocado. Les ofrezco una barrita de muesli pero me dicen que de momento pueden pasar sin comer. En cualquier caso Kumbi les trae un plato de cabrito solo, sin especias ni cebolla. Nos lo comemos entre Paco, Gustavo y Yo con el poco pan normal que queda.
Tras comer, y después de unos cuarenta kilómetros, llegamos a Key Afar donde vamos a visitar el mercado local. Bajamos del coche y por un camino cercado con crecidos y desairados eucaliptos llegamos al mercado.
—A estas horas hay ya muy poca gente —nos dice uno de los niños que nada más salir de coche se han agarrado, tímidamente al principio, a nuestras manos. Yo tengo una preciosa niña a la izquierda, Sintayo, y un niño con una camiseta del Barcelona a la derecha de nombre Samuel. Ellos, junto a otro mayor, me van diciendo que son cada uno de los escasos productos que las espectaculares mujeres de la etnia Banna venden, amén de cuidarse mucho de que ningún otro niño se acerque a mi durante el tiempo que dure mi estancia en el pueblo.
Ante nuestros ojos se muestra un espectáculo sorprendente. Una decena de corros de entre ocho y diez mujeres se esparcen por la llanura que forma el mercado. Las medias calabazas que portan en la cabeza son tan solo un abalorio más junto a las pulseras, faldas de piel de cabra, adornos de conchas marinas, pendientes y colgantes. Algunas, las menos, muestran sus trenzas untadas con un ungüento de color rojizo que escurre por su frente y nuca espalda abajo. Las más jóvenes, que deambulan de puesto en puesto, tienen un caminar altivo y elegante y una mirada contundente. Los hombres por su parte lucen prácticamente los mismos adornos que ellas y pasean orgullosos con sus cortas faldas y largas piernas por entre ellas sin otro oficio que el coqueteo descarado y tomar alguna que otra cerveza.
No son amigos de ser grabados, fotografiados ni observados y algunos piden dinero a cambio mientras que otros te increpan para que te marches. Uno de los primeros me pide 2B cuando le pregunto si puedo hacerle una foto. Es espectacular y pienso que la foto sería mucho más llamativa si una chica, de su misma etnia, posara con él. A la hora de pagar me pide 2B más por la chica, algo de lo que estábamos avisados y que además, ahora sin la tensión latente en aquel mercado, me parece justo. Son orgullosos y ante el comentario de que lo que habíamos pactado eran dos y no cuatro, regateo que torpemente intento y de lo que me arrepiento profundamente, rechaza sin más los dos birr que le acerco. Cuatro birr o no quiere nada, deja claro con un gesto en el que su desprecio hacia mi mezquindad me atraviesa y hace que me sienta francamente mal. Intento trasmitirle un gesto de disculpas cuando le acerco los cuatro birr y le tiendo la mano. Acepta el dinero, justo sin duda, y mi arrepentimiento.
En eso estamos cuando Paco se acerca a nosotros muy blanco y apurado,
—Se han cargado a un tío —nos dice.
Lo único que atisbamos a ver es un tumulto de gente entre los cuales distinguimos a Gustavo reclinado sobre un tipo mayor desvanecido en el suelo. Marisol pierde los nervios ante el relato de Paco acerca de lo sucedido y cogiéndome de la mano insiste en que nos marchemos. La tranquilizo como puedo e intento buscar a Kumbi con la mirada. Lo localizo cerca de Gustavo el cual se incorpora y habla con él.
-Está bien. Ha sido un mal golpe que le ha hecho perder el conocimiento. Tanto él como el que le ha pegado están bastante bebidos.
Los nervios incontrolados habían hecho que Marisol oyese el disparo con el que supuestamente habían matado al tipo. Buen médico este Gustavo, pienso para mis adentros mientras espero que Marisol poco a poco se acabe de tranquilizar. Entre seis u ocho personas se llevan al recién resucitado a una zona más tranquila del mercado para que se le vayan pasando el golpe y la merluza. Nosotros compramos un tajo Hamer a los chicos que acompañan a Marisol, y que tienen un pequeño puesto en el mercado, por 30B. Hago que Marisol se guarde el dinero ante la curiosa e impertinente mirada de la parte contraria del altercado, vestido con ropa paramilitar, y que ya hizo salir corriendo hace una rato a la niña que me acompaña. Disimulamos mirando el resto de abalorios del puesto hasta que un par de policías toman al individuo por los sobacos y se lo llevan. Veo como es registrado por los policías a pesar de su constante oposición tal vez consciente de que encontrarán la pequeña navaja que se esfuerza por esconder.
Pagamos, ahora sí, nuestro tajo Hamer y subimos por la avenida de los eucaliptos hasta el coche. Antes de irnos tomamos unos refrescos, que compartidos con los muchos niños que nos han acompañado. Pero quieren más. Zapatos, dinero, bolígrafos, caramelos, libros, intuyen nuestra pronta partida y notan que el tiempo de conseguir algo se les acaba. Un pequeño momento de enfado, como último intento desesperado, da paso a una despedida algo más afín al rato distendido que con ellos hemos pasado.
Con el pulso ya calmado tras los refrescos, valoramos el mercado como una experiencia agobiante y a la vez impresionante. Del agobio nadie sino nosotros tiene la culpa por andar más preocupados de una foto que de disfrutar de este espectáculo tan único y colorista. ¡Por el amor de Dios! Tan solo es nuestro tercer día de viaje. ¿Acaso crees que en quince días que te quedan no vas a tener tiempo de tirar fotos a mercados tan espectaculares como este? En fin, en medio de estas reflexiones personales, mientras desenfoco la mirada a través de la ventanilla del coche, llegamos al camping Rocky, a unos cuatro kilómetros antes de llegar a Jinka y donde nos alojaremos por dos noches. Un lugar precioso, precedido de un gran árbol de cuyas ramas cuelga un tentador columpio ante el que Esme no se puede resistir. A la derecha una cabaña de tejado cónico de paja y cercada por esterillas de caña, recibe a Ayele y sus peroles. De ella saldrán las viandas los dos próximos días. Los conductores y Kumbi vacían los Toyotas de todo lo necesario para montar las tiendas de campaña mientras nosotros hacemos tiempo y nos preparamos para quitarnos el polvo del camino.
Unos niños llaman mi atención desde un roto del cercado. Me acerco hasta ellos con un par de sugus para cada uno. Ellos me piden bolígrafos,
—We are student sir —me dicen.
Les prometo sus bolígrafos para mañana, ahora no tengo idea de donde están, y les dejo en su puesto de observación con la completa seguridad de que por la mañana estarán en el mismo lugar esperando su regalo prometido.
A excepción de Ayele, que se afana en preparar la cena, el resto ha ido al pueblo a tanquear lo que aprovechamos para elegir tienda y ducharnos, tres duchas para ocho de las cuales una no funciona. Nos organizamos por parejas para someternos a una poco apetecible ducha de agua fría, pero es lo que hay y la necesidad marca las prioridades. Es noche cerrada y aún no han puesto el generador en marcha, no hay luz y hemos de ducharnos con el resplandor de la linterna. El agua fría en mi espalda tiene el mismo efecto que un cuchillo bien afilado y me pasma como Paco, en la ducha de al lado, no emite grito alguno mientras que yo no puedo dejar de resoplar y gimotear como un niño caprichoso al que no le han comprado algo.
Poco a poco, ya vestido, voy entrando en calor animado por el agradable olor que sale de la cabañacocina y por la noticia de que tendremos una fogata tras la cena. Dos mesas con manteles de hule se encuentran montadas a la izquierda de la cocina bajo un parapeto de palos y plásticos bajo el gran árbol. Ponemos la mesa entre todos y nos sentamos a la espera de la cena acompañados por el traqueteo ahogado del generador, que ya en marcha genera corriente para las escasas bombillas del camping y el único enchufe que existe, donde conecto el cargador de la cámara de vídeo con la esperanza de que la carga sea suficiente para pasar mañana el día fuera. Una deliciosa crema de verduras como primer plato da paso a un segundo a base de pasta con una salsa boloñesa a la que se le adivina el chup-chup lento y suave que este tipo de salsas requieren, francamente bien preparada. Las bebidas corren a cargo del personal del camping así como la fogata que ya está preparada.
La sobremesa previa a la fogata, junto a las tazas calientes de café y té, se convierte en un discurso político fuertemente polarizado, al igual que ocurre últimamente con la política española, que Esme, Marisol y Gustavo avivan con sus tira y afloja y que afortunadamente Kumbi corta de raíz argumentando que estamos en Etiopía y estamos aquí para conocer este país y no para discutir sobre los problemas políticos del nuestro. Gustavo decide cambiar de tercio y contarnos la —prueba de la próstata— prueba que siempre pone fin a las cenas con sus amigos allá en Mallorca. Según él, la inflamación de dicha glándula hace que no se pueda orinar ejerciendo presión y como resultado los enfermos se orinan en los pies. Así la prueba consiste en ponerse junto a una pared, y como si de un duelo se tratase, alejarse dos pasos e intentar alcanzar la pared con la micción. Solo nos da un consejo,
—Es mucho más fácil recién levantados.
Kumbi promete intentarlo mañana, pero nos asegura jocoso que no dirá nada a los otros hasta que el este seguro de que pasa la prueba.
La lumbre chispea y va a más mientras que nuestras fuerzas se van apagando. Muy cansados y con poco que decir vemos como poco a poco se junta más gente al corro mientras que el generador en un acto, que solo puede entenderse de solidaridad, se silencia dejando el campamento a merced de las sombras que nuestros cuerpos proyectan por el caprichoso baile de las llamas.
Coloco mi cuerpo dentro del saco sábana y esto a su vez encima del fino colchón de espuma. A los quince minutos soy plenamente consciente que la noche va a ser un suplicio.
Tengo contabilizado 44B entre regalos y fotos. He pagado los cafés y refrescos que hemos tomado en Konso pero no recuerdo el importe. La bebida de la comida tampoco la he apuntado. Total, 169,75B, 28,29Bpd (2,53€pd).
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