A eso de las 13:30 cogemos un taxi en la puerta de casa para ir al aeropuerto, concretamente a la T4 del Aeropuerto Internacional de Madrid Barajas. Nos cuesta 22€, importe que incluye una pequeña propina.
En mi barriga comienzo a sentir ese cosquilleo tonto que siento cada vez que voy a comenzar un viaje, cada vez que tengo que coger un avión. Estoy seguro que internamente tengo miedo a volar pero mi forma de enfrentarme a dicho miedo es ignorarlo. Esto me funciona a medias ya que volar vuelo, pero Marisol acaba pagando mi nerviosismo en forma, según ella, de un estado de alta impertinencia. Un daño colateral que ambos asumimos y que en principio no nos afecta más de lo necesario.
Hay una enorme cola para facturar en el primer pasillo de los que podemos utilizar por lo que nos acercamos al segundo, con mucha menos gente. Pasados unos veinte minutos, una chica se acerca a nosotros para preguntarnos si disponemos de la tarjeta de embarque. Nos informa que esta fila es para la gente que ya tiene la tarjeta de embarque y solo va a facturar el equipaje. Nosotros, que tenemos que sacar la dichosa tarjeta y además facturar, somos conducidos al temible primer pasillo donde la cola es ahora todavía más larga. Me tranquiliza el hecho de que hay mucha más gente, si, pero también hay muchos más mostradores operativos, cinco frente a uno del otro pasillo, lo que hace que la 8 serpenteante fila de viajeros avance a buen ritmo.
Hemos plastificado las bolsas de viaje por miedo a una posible rotura durante la carga y descarga. Cobran 5€ por cada una, algo caro teniendo en cuenta que, en mi humilde opinión, y en contra de lo que opina Marisol, el riesgo de rotura habrá disminuido en un cinco por ciento como mucho, lo que quiere decir que como la bolsa esté de rasgarse me veo recogiendo ropa por la pista de aterrizaje del aeropuerto de Addis.
La salida del vuelo estaba prevista para las cuatro de la tarde. Mientras escribo estas líneas, mi reloj, o mi Polar, como diría la gente que gusta de poner nombre propio a sus cosas de valor, bien sea económico, bien sentimental, marca las cuatro y media pasadas. Este retraso está motivado por el hecho de que el avión que nos llevará hasta Frankfurt aún no ha llegado, según nos informan más adelante.
Durante la espera Marisol se toma un Sandy de Mc. Donals única delicadeza de la franquicia americana que tolera, mientras que yo doy buena cuenta de un Kit-Kat completamente desecho y con el papel aluminio a punto de amalgamarse con el chocolate, al cuál por otra parte debería de proteger.
Finalmente llega y después de un rápido lavado de cara embarcamos por la K69 de la T4, bonito número de puerta. Es muy viejo y está muy descuidado algo que en absoluto me ayuda con mi pequeño problema, cosquilleo tonto y estado de alta impertinencia. Nuestros asientos, 32 A y C, están frente a la pared y de no ser por la azafata, que saca la bandeja alojada en el brazo central que los separa buscando Dios sabe qué, aún estaríamos indagando donde apoyar las cosas. Afortunadamente dejaremos este avión en Frankfurt donde cogeremos otro de la Ethiopian Airlines el cuál espero y deseo tenga otro aire. El retraso continúa acumulándose ahora debido al excesivo tráfico aéreo. Finalmente despegamos a las cinco de la tarde es decir con una hora de retraso.
Durante el vuelo tomamos un FastGood, creo que es una franquicia de Ferrán Adriá, con Coca Cola Zero que a mí me sabe rara. Todo lo contrario que el sándwich a base de brie, cebolla caramelizada, rúcula, pipas, espinacas y pan integral de sésamo. Francamente delicioso. Hemos facturado a destino por lo que en Frankfurt solo hemos de preocuparnos de sacar la tarjeta de embarque. Yo había entendido a Javier, de Cultura Africana, que nos la daban en Madrid, pero la chica de Barajas nos ha dicho que tenemos que sacarla en Frankfurt.
Llegamos a la ciudad alemana a las nueve menos veinte de la noche y desde el avión, que pese a todo cumplió con su misión, nos dirigimos al mostrador número 777, de la Ethiopian Airlines y que a estas horas se encuentra cerrado. Decidimos cenar en Connection, un bar del aeropuerto. Noodles, salchichas, Coca Cola y cerveza de trigo. El móvil y sobre todo la utilidad del traductor Inglés-Español, Español-Inglés se está revelando como una gran ayuda.
De nuestros colegas de viaje ni rastro. Cuando volvemos al mostrador nos encontramos con una interminable cola de gente, que suponemos etíopes, con enormes bultos esperando para facturar. Una y otra vez les echan para atrás alguna de las gigantescas maletas. Una y otra vez las vuelven a la cola con la esperanza de que cuando lleguen de nuevo al mostrador la persona que las rechazó se encuentre en algún receso de su jornada laboral. Todo ello entre constantes y cariñosos saludos entre la gente que va llegando, con un envidiable buen humor que no pierden en ningún momento.
Dos chicas se acercan a nosotros y nos preguntan si podemos facturar por ellas una pequeña mochila negra. Con cara apesadumbrada les decimos que no. No parece mala gente, pero una mochila, de un par de desconocidas, tal y como está el tema, en fin la razón tiene motivos que el corazón no entiende. Creo que lo entienden aunque insten por última vez,
—No, sorry —dice Marisol en tono serio y el tema queda zanjado.
Camino de la puerta B44 pasamos el control de policía y después el de pasaportes. En este último tienen un sistema de reconocimiento de iris por el cual nos empeñamos en pasar. Finalmente un guardia nos informa, acompañando la información con un bonito folleto, que el sistema es exclusivamente para usuarios registrados. Podíamos haber estado pasando nuestro pasaporte por el lector hasta desgastarlo esperando que el maldito torno se abriera.
Esperamos pacientemente en la sala de embarque a que entren personas mayores y pasajeros con niños. El avión deja Frankfurt a las cero horas (hora de Madrid).
Llevamos cinco horas y media desde que dejamos Frankfurt. Mientras, Marisol se empeña en quitarse dos manchas de yogourth de su camiseta. A medida que frota, las manchas crecen y finalmente desiste en su empeño. Con sus dos flamantes nuevas lámparas va al baño para retocarse.
Tengo un poco de confusión con el tema de la hora. Según el GPS del avión en Addis tan solo hay una hora más que en Frankfurt que a su vez tiene la misma hora que Madrid. Me encuentro inmerso en estas reflexiones cuando por las ventanillas comienzan a filtrarse, rompiendo el polvo en suspensión, pequeños rayos azafranados que anuncian el amanecer del día cinco de septiembre, o lo que es lo mismo, nuestro segundo día de viaje. Un tupido manto de nubes que lentamente rasgamos en suave descenso nos separa de nuestro destino, donde llegamos tan solo una hora más tarde.
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