Turmi-Omorate-Turmi, qadamit sanba 5 de pagumen de 1998
Si anoche la enorme luna rasgada por las ramas de las acacias nos ofreció hermosas imágenes, esta mañana un sol perezoso nos permite que disfrutemos despacio y con calma, de un sublime amanecer mientras nos dirigimos a las duchas, acompañados del silencio roto por nuestras pisadas sobre la hojarasca. En el cielo unas pocas nubes horizontales se alinean con las copas planas de los árboles. Todo parece indicar que el día será, en cuanto a la climatología se refiere, maravilloso. La mayoría de las tiendas permanecen cerradas así que tenemos todos los lavabos disponibles pudiendo elegir de entre ellos aquel que nos sorprenda con algo más de un hilillo de agua, que por otra parte parece bastante complicado.
Dejamos la pereza arremolinándose en el lavabo y volvemos para ver con gran alegría la mesa ya preparada, las viandas dispuestas, el agua humeante para el café y el té y Ayele con un gesto delicado convidándonos a que tomemos asiento. Tomamos un huevo frito y una pasta de un cereal similar a la cebada pero más alargado.
Nos subimos a los coches y emprendemos el camino que nos llevará hasta el río Omo. Hay unos 72 Km. entre Turmi y Omorate, ciudad esta a orillas del gran río, de pista de tierra seca y compacta cercada por arbustos espinosos de algo más de metro y medio de alto. Un metro por encima de estos, vemos las altivas chimeneas de los termiteros que en gran número salpican los límites infinitos de la pista hacia ambos lados. Paramos cerca de uno para tirar una foto. La chimenea hace funciones de ventilación para el termitero, un gran montículo terroso en la base. De las termitas, y suele haber unos dos millones de individuos por termitero, ni rastro.
Llegamos al pueblo de Omorate. A nuestra izquierda se alzan unos barracones rodeados de una alambrada y de aspecto militar. Paramos en un control cuya cuerda está en el suelo. Después de un par de minutos esperando a que alguien responda a nuestros toques de claxon, Mesfin decide continuar. Entramos al pueblo y giramos a la derecha, desde la calle principal, adentrándonos en un callejón hasta que unos metros más adelante desde un promontorio vemos el río Omo. Un precario embarcadero, y decir embarcadero es decir mucho, de tierra dura y polvo delimita sus aguas, de color marrón, y atadas a palos unas cuantas barcazas muy rudimentarias son mecidas por la corriente. Un grupo de mujeres de piel muy negra esperan en la orilla no sé muy bien qué. Van ataviadas con una falda de vuelo por debajo de las rodillas y encima una especie de peto, con un corte asimétrico tremendamente moderno, sujeto por un tirante sobre el hombro derecho. Ambas piezas parecen realizadas en piel. Grandes collares hechos con cuentas de colores apagados adornan sus cuellos mientras que sus muñecas, tobillos y codos lucen conjuntos de tres o cuatros anchas pulseras de latón. Sobre la cabeza, en desafiante equilibrio, llevan sacos llenos, supuestamente, de cereal. Los hombres que las acompañan, mucho menos uniformados, lucen por toda vestimenta una gran manta enrollada a la cintura a modo de falda. Rematando este hermoso lienzo un grupo de cabras a la derecha beben agua confiadas sin saber de nuestras intenciones para con una de sus hermanas de raza de la que daremos buena cuenta entre hoy y mañana. Hace mucho aire y esto levanta cantidades ingentes de polvo que desdibuja el paisaje y que, pese a nuestros esfuerzos por evitarlo, se nos acaba metiendo hasta el alma. Paseamos durante un rato haciendo fotos, disimuladas a ellos y descaradas al río a las barcas y las cabras que no entienden de birrs, al menos de momento.
Un chico de nombre Ibrahim pacta con Kumbi la visita al poblado Rati a orillas del Omo. Una veintena de chozas construidas a base de cartones, plásticos y uralitas de latón sujetos con cuerdas se extienden por una árida llanura donde es difícil maginar modo de vida alguno. Para fijar esa sensación el molesto aire lanza contra nosotros una enorme cantidad de partículas que sin dejar llegar al suelo arremolina una y otra vez. Los niños corren de un lado a otro, desnudos y semidesnudos intentando esquivar nuestras curiosas cámaras fotográficas. El conjunto me recuerda a una de las partes de la saga de Mad Max, como si después de un desastre nuclear esta gente fuesen los únicos supervivientes en el mundo. Una mujer nos observa tímidamente en un segundo plano y su actitud contrasta con la insistencia de sus vecinas, esa actitud es la que me lleva a elegirla precisamente a ella para tirarnos una foto pese a que no es la más espectacular de cuantas se nos ofrecen, pero sin duda es la más cándida. Marisol sin quererlo arma una pequeña revolución. Con la ayuda de Kumbi intenta hacer una fila con los niños para repartir unos caramelos. Evidentemente fracasa y los niños en lugar de una fila hacen una rueda y nada más recibir el dulce premio corren como el diablo para colocarse de nuevo al final y optar así a otra golosina. Todo esto sucede mientras me acerco con Mesfin al coche en busca de la segunda batería, y es que si hay algo inherente a todas las baterías es que siempre se acaban en el momento más inoportuno. Le pasa exactamente lo mismo a las cintas de vídeo.
Dejamos el poblado Rati para volver de nuevo a Omorate donde tomamos un refresco en Biheraout National Hotel. Alrededor de una pequeña lumbre donde hacen café y bajo un techo de cáñamo, nos sentamos en un banco corrido de adobe frente a oxidadas mesas de terraza. Las paredes son esteras entrelazadas de caña de las que hemos visto vender a orillas de la carretera. Ibrahim se sienta a mi lado y Gustavo se me adelanta y le invita a una coca cola. Yo por mi parte le doy un bolígrafo Bic. La cinta de donde cuelgo la cámara de vídeo se me ha roto en el poblado y como buen etíope y por extensión como buen africano, hábil con las manos, me la ha arreglado en menos que canta un gallo, y malditos gallos. Buena gente y despierto este Ibrahim, al que le deseo mucha suerte en la vida. Apuramos nuestros refrescos mientras un mico de unos diez años se ha sentado junto a Kumbi y realiza con mímica a cámara lenta, más bien súper lenta, toda suerte de imitaciones. Un futbolista rematando a gol, un tenista, un piloto de carreras, un boxeador... todo un showman. Kumbi le regala sus gafas que se pone para deleitarnos con una última interpretación, yo diría que de Hombre Martini, y con descaro señala una a una a las chicas con el dedo índice invitándolas a que se vayan con él.
Tenemos el tiempo justo para volver a Turmi, comer y después acudir a ver la ceremonia del salto del buey, que finalmente se va a realizar. Cuando llegamos Ayele nos tiene preparado macarrones y cabra con patatas, como no podía ser de otra manera. A pesar de ser muy grande, la cabra no está tan dura como nos habíamos imaginado y tiene un magnífico sabor. Mientras comemos, oímos a lo lejos los cánticos de grupos de mujeres de etnia Hamer que se dirigen ya hacia la ceremonia atravesando el río. Tomamos te y sin más nos vamos tras ellas.
El curso del río que delimita nuestro campamento por el sur, serpentea hacia el este, hasta un lugar donde el cauce se ensancha formando un arenal de unos doscientos metros de ancho de arena clara y algún que otro peñasco. Paramos los coches frente al cauce seco. Un grupo de unas veinticinco mujeres saltan al compás, golpeando con fuerza el suelo en la caída y haciendo sonar unos cascabeles que llevan atados en las piernas, por debajo de las rodillas. Otras llevan unas diez pulseras de latón en cada uno de los tobillos que hacen sonar juntando los talones y golpeando las pulseras de un tobillo contra las del otro. Esto dura apenas un minuto tras el cual, y siguiendo el sonido estridente de trompetillas, comienzan a girar en círculos. En frente otro grupo, más o menos igual de numeroso, comienza a ejecutar el mismo ritual. Están impecablemente vestidas y la mayoría tiene el pelo recién untado con el preparado, a base de asile y manteca animal. Ajenas a nuestra presencia continúan bailando, girando, riendo, de nuevo suenan acompasados los cascabeles, suben despacio los untuosos cabellos y el movimiento parece congelarse por un segundo antes de desplomarse de nuevo sobre sus espaldas, chasquean las pulseras tobilleras, suenan las trompetillas y vuelta a empezar. Nos parece estar en el salón de casa viendo un documental de La2 pero estamos en el medio de esta danza delirante que se acelera por momentos y que prepara cuerpo y mente para el ritual de la flagelación.
En un promontorio, del otro lado del arenal, a la sombra de un enorme árbol, los hombres con largas varas de acacia son instados por ellas para que descarguen sobre su espalda lo que de ahí en adelante será una nueva cicatriz que no dejarán cicatrizar y lucirán orgullosas como recuerdo de que ellas también estuvieron al lado de su saltador. Cuando ayer la pareja del camping nos contaba como vivieron ellos la ceremonia, pensé que el momento de la flagelación sería bastante desagradable. Ahora viéndolo in situ no me parece que sea así. Es cierto que son flageladas y es cierto que hay sangre y es cierto que desde nuestro occidental punto de vista es una salvajada, pero no es menos cierto que se desarrolla en un ambiente distendido e incluso tengo la sensación de que hay un innegable flirteo entre ellas y ellos, y estoy seguro que la elección del joven flagelador por parte de la joven que va a ser flagelada, no es ni mucho menos casual. Llega un momento que ni siquiera le das importancia, dejas de oír silbar la larga vara y es entonces cuando comienzas a disfrutar el momento.
Un chico le pide a Marisol si puede hacerle una foto a él con una chica, de mirada que no sabría definir, arrancándole una promesa: se la hará llegar. Es curioso pero viendo la foto ahora, justo antes de meterla en el sobre en el que volará hasta Kumbi, me doy cuenta de que posiblemente es la única muestra de afecto entre un hombre y una mujer que he visto a lo largo de todo el viaje. Cierro el sobre mientras pienso que la responsabilidad ya no es mía y deseo que Kumbi cumpla con su parte en esta historia. Disfrutamos bajo el gran árbol de preciosas instantáneas: una mujer, increíblemente guapa, da de comer a su pequeño, niños que van de un lado para otro sin saber en que dar, sesiones de pintura masculina, donde adornan sus caras con topos rojos de asile sobre una base de trazos blancos, corrillos multitudinarios de sonrientes mujeres, familias enteras que nos observan curiosas... la calma poco a poco suplanta el delirante inicio y aprovechamos el momento para comprar un collar a una mujer con la que Marisol, con ayuda de Manuel, ha entablado conversación, por 10B. Manuel es a la ceremonia del salto del buey lo que Sintayo y Samuel al mercado de Key Afar.
El sol aún está alto cuando abandonamos la protección del gran árbol y por la pista que atraviesa el cauce, en pequeña procesión, caminamos apenas un kilómetro acompañados por los cánticos de las mujeres que se replican entre ellas hasta llegar a un pequeño sendero que, a la derecha del camino, se interna entre el monte bajo y acaba en un gran claro. Una manada de unos cuarenta bueyes esperan haciendo piña mientras las mujeres poco a poco vuelven a danzar a su alrededor. Mientras unos pocos hombres escogen minuciosamente los bueyes que formarán parte de la fila, el saltador se somete a una ceremonia de purificación arropado y protegido de miradas de extraños, nosotros, por otros hombres. El último saltador le cede unos objetos que no podemos ver junto al pie de un arco ceremonial realizado con varas de acacia entrelazadas. La euforia de las mujeres crece y volvemos a verlas incitar a los hombres para ser flageladas. El saltador se muestra muy nervioso y con los ojos desorbitados deambula por el claro sin rumbo fijo.
La fila está formada. El primero de los bueyes pertenece por tradición a la familia, al abuelo creo, del saltador y se ve mucho más pequeño que los demás. Tendrá que hacer el recorrido sobre los lomos cuatro veces, lo que implica cuatro saltos para subir sobre los bueyes, el momento más delicado. Las mujeres con los brazos en alto sujetan unos palos de tal manera que cada una sujeta a medias el palo de su vecina y de este modo, como una sola mujer, ululan mientras el saltador, pasando bajo el arco ceremonial, se dirige a gran velocidad hacia la fila de bueyes, completamente desnudo, a la que se encarama sin problemas. Ayudado por un pequeño empujón consigue, a duras penas, encaramarse en el último buey de la fila, de tamaño considerablemente mayor que el del otro extremo, para iniciar la segunda vuelta. Va y vuelve y aún con mayores dificultades que la vez anterior, prácticamente catapultado por los jóvenes que sujetan los bueyes, enfila su último escollo para convertirse en saltador y ganar así prestigio social.
Para nosotros la ceremonia acaba aquí. Ellos se van hacia el poblado, donde continuarán la fiesta durante la noche. Rendido para siempre a esta etnia y aún embriagado por el espectáculo me dirijo con los demás hacia la pista donde nos esperan los coches. Gustavo, cómplice inesperado en la complicada tarea de intentar expresar con palabras lo que captamos con los sentidos, me dice:
—Javier, ¡ahí te quiero ver!
Nada me gustaría más, y es una lástima, pero tengo claro que lo mío no es escribir. Tampoco lo es realizar vídeos pero puestos a elegir me quedo con lo segundo, tarea con lo que me siento infinitamente más cómodo, así que intentaré realizar unos minutos en los que se vea de manera aproximada el espectáculo que hemos tenido la suerte de disfrutar en el arenal de Turmi.
Nuestro coche se dirige pista abajo cargado de improvisados polizones que se aferran a la parte posterior. En ese momento me acuerdo de Manuel y volviendo la cabeza lo veo desdibujado por la polvareda que levantamos, con mirada triste, al borde del camino. Siento rabia por no haberme dado cuenta que podíamos haberle acercado hasta el pueblo.
Pasamos a orillas del campamento dejándolo atrás para acercamos hasta un cafetín en el pueblo. Nos sentamos en uno de los apartados con forma de choza y con un banco corrido de adobe y forma circular frente unas mesas. El camarero se acerca hasta nosotros para tomarnos nota acompañado por una hermosa muchacha. Pregunto al camarero por un lavabo donde asearme un poco y me señala hacia el fondo del patio. Me dirijo hacia allí seguido por la muchacha que con suaves gestos me indica donde está el jabón y cómo utilizarlo. Me pregunta si quiero ir con ella señalando unos cuartos a la izquierda de donde se encuentra el lavabo. Le digo que no y ella me pregunta si no soy libre, a lo que contesto que, en efecto, no soy libre. Cuando vuelvo junto a los demás veo que Manuel ya ha llegado, pido una coca cola más para él y la cuenta, mientras la muchacha sentada junto al lavabo no cesa de mirarnos y sonreír entre tímida y descarada cuando miro hacia ella. Jonás me explica algo que no logro entender y él dándose cuenta me dice que ya me lo explicará. Pago 80B por todo, le doy 10B a Manuel y 200B a Kumbi por la ceremonia.
El GPS continúa descargado por lo que intento seguir el recorrido en el mapa. Mesfin, siempre atento, se interesa por lo que busco y al decírselo señala en mi mapa, aproximadamente ya que no aparece, el lugar donde se encuentra Omorate y la distancia recorrida desde Turmi.
Llegamos al campamento y preparamos todo lo necesario para intentar quitarnos el polvo acumulado a lo largo del día. Camino de las duchas un pincho de acacia me atraviesa la chancla y se me clava sin piedad en el dedo gordo del pie derecho. Siento dolor, pero lo disimulo frente al chico belga, vecino de campamento y que junto a su chica y nosotros conformábamos el grupo de blanquitos de la ceremonia. Se preocupa por mi dedo,
—No problem —miento mientras ayudado por la acacia asesina mantengo el equilibrio el tiempo suficiente para desclavar el pincho, primero de mi dedo y después de mi chancla.
Desconcertado tiro el pincho al suelo sin darme cuenta de que si ha atravesado sin problemas mi chancla puede hacer lo mismo con la rueda de cualquier coche. El chico belga lo recoge y lo deja junto a un tronco, lejos de las roderas. Le pido disculpas y con un gesto amable me dice que no me preocupe.
La ducha, de agua tibia, nos reconforta y consigue que volvamos a sentirnos personas limpias y aseadas. Volvemos a las tiendas. La pareja de belgas ojea las fotos de la ceremonia en un portátil comentando entre ellos durante largo tiempo los detalles de cada una de las fotografías. Al llegar a la tienda busco la camiseta marrón de Puma y se la llevo a Alfa, el muchacho Hamer ayudante de Ayele en la cocina, al que se la había prometido por dejarse dibujar. No hay que ser un experto en dibujo para darse cuenta que tampoco es lo mío. No habla nada de inglés y tampoco lo entiende por lo que me quedo con las ganas de saber si le ha gustado o no. Espero que sí.
Venir en septiembre a Etiopía cunde. Se da la circunstancia que hoy es el quinto día del mes de pagumen, Nochevieja etíope, y por lo tanto mañana será uno de meskerem. Si tenemos en cuenta que nosotros llegamos el treinta de nehase, sacamos como conclusión que estaremos en Etiopía durante los meses de nehase, pagumen y meskerem en tan solo dieciocho días de nuestro calendario. Y celebrar Nochevieja fue la excusa para comprar nuestra querida cabra, que Ayele nos tiene ya preparada esta vez estofada. Completan el menú de esta noche tan especial una crema de lentejas y una rica macedonia de frutas. Mientras Ayele sirve la cena, Kumbi pone sobre la mesa dos botellas de vino etíope Cherss lo que nos parece todo un detalle. Disfrutamos de la cena acompañados de este maravilloso equipo de personas a las que no tienes más remedio que coger cariño. Después de cenar hacemos fuego y Yonás pone música en el coche y comienza a bailar con Kumbi, al que el vino ha desinhibido completamente, si quedaba algo que desinhibir en él. Con los brazos en jarra, mueven sus hombros hacia delante acompañando con la parte superior del cuerpo y compulsivos movimientos de cabeza. De tanto en tanto la danza se asemeja a la capoeira brasileña y alternativamente se retan con sus brazos extendidos hacia el otro y su cuerpo recogido en actitud defensiva. Marisol y Paco se unen a ellos y bailan alocadamente dando vueltas sobre la hoguera, sin reglas ya que esta noche, como dice Kumbi, es una fiesta donde todo vale. La noche está iluminada por una preciosa y enorme luna con un increíble color blanco nacarado. Un marco perfecto para celebrar una Nochevieja. Por desgracia nos encontramos completamente destrozados y los ánimos decaen rápidamente hasta el punto de aguar la fiesta a los animados Yonás y Kumbi. El encargado del campamento se acerca hasta nosotros para decirle que otros clientes se han quejado por la música.
—Yo le he dicho que hoy es la Nochevieja etíope, fiesta en mi país, y estoy alegre y por eso lo celebro y bailo y canto. Si a ellos les molesta que se vayan —nos dice eufórico cuando el encargado se marcha.
Y tiene razón. Pienso por un momento que el encargado de una pensión de la Puerta del Sol de Madrid bajase y dijese a la gente que por favor no siguieran con la fiesta porque están molestando a sus clientes... pues lo mismo. El cansancio acumulado es el mejor de los motivos y sintiéndolo en el alma nos marchamos a dormir.
Nunca sabremos como acabaron la fiesta pero de lo que si estamos seguros es que Kumbi dio buena cuenta de lo que quedaba de Cherss. Largo y apasionante día en el que hemos disfrutado de la pequeña excursión para ver de cerca un impetuoso río Omo y a las gentes que sobreviven en sus orillas antes de sumergirnos en el apasionante ritual del salto del buey. Tengo que acabar el día del mismo modo que lo acabe ayer, reconociendo que para mí, siempre, los Hamer. He conocido otras etnias impresionantes y espero conocer muchas más, pero de los Hamer siempre me quedará un recuerdo muy especial.
Rápidamente, antes de que el sueño atenace mi mente, los gastos del día, 200B por acudir a la ceremonia, 10 birr por el collar de la mujer Hamer, 80B por los refrescos en Turmi y 10B a Manuel, 300B que sumados al total dan 556,75B es decir 46,50Bpd (4,16€pd). Me duermo con un sentimiento ruin al pensar que he despachado al bueno de Manuel con un bic, una coca cola y 10B.
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