Addis, hamus 5 de meskerem de 1999
Despierto como se despierta uno tras un bonito sueño que aún paladeas en la memoria reciente. Me acerco hasta el salón. Corro las pesadas y tupidas cortinas recién estrenadas para descubrir un cielo plomizo y feo que no presagia nada más que lluvia. Mirando hacia abajo me doy cuenta que el presagio, efímero, es ya una realidad y hace que Asmara Road y la avenida Melenik II brille bajo una fina capa de agua que se precipita suavemente desde el cielo. Viandantes y el pesado tráfico soportan y se soportan y de los primeros, unos pelean por avanzar entre la marea de paraguas, los otros esperan con resignación la llegada de otro autobús atestado que les llevará hasta sus destinos finales. Nosotros por nuestra parte, ya aseados, bajamos a desayunar a la cafetería del hotel. Se encuentra situada más allá del lobby en un entresuelo desde donde las vistas, por debajo del nivel de calle, dan hacia la entrada de los suministradores, feas y sin ningún atractivo. No obstante, y esto es importante, el desayuno continental a base de zumo natural, delicioso café y rebanadas de pan de molde convenientemente tostado para acompañar los huevos en mi caso y la omelet en el caso de Marisol, nos sabe a gloria. Finalizado el desayuno pasamos al lobby donde esperamos sentados en los envolventes sofás, de los que se me antoja complicado zafarse una vez te abandonas a su opresivo abrazo, a que venga el guía.
Negase, en adelante Rey, traducción directa del amárico, nos recoge en el hotel con una Nissan Vanette y su correspondiente chofer. Alto y delgado con estructura ósea muy marcada, anchos hombros, pelo rizado y arreglado y una cuidada perilla con la que juguetea constantemente. De gestos tranquilos y elegantes viste una llamativa camisa suelta con detalles marrones y líneas negras sobre una inmaculada camiseta blanca, pantalones de pana gruesa y botas tipo Panama Jack. Me causa una fantástica impresión y su máxima "si se puede hacer lo haremos", es una máxima que comparto y como cliente me agrada. Rey es otro chico de la guerra, al igual que Kumbi, pero con más mundo. Ha estado en cuba unos 10 años, medio en Argentina y algún tiempo en Angola.
Nos lleva como primera visita a la catedral de St. Jorge, patrón de Etiopía, inseparable de su dragón y a quién está dedicada esta construcción profusamente decorada con motivos en escayola, vitrinas y frescos. La visitamos descalzos, según costumbre ortodoxa, tiene bancos, algo que no es lo normal según Rey y que descubriremos los próximos días, y unos tronos tallados en madera donde se sentaban los reyes durante los actos ceremoniales.
Durante la tranquila visita Rey nos cuenta una historia: Dios creó al hombre del barro. El primer intento lo coció demasiado y el hombre le quedó bien prieto...
—¿Qué significa prieto? —pregunto.
—Prieto es como le dicen en cuba a los negros muy negros —me contestan Rey y Gustavo casi al unísono.
A dicho hombre bien prieto lo puso en África. El segundo, intentando evitar el fallo de la primera vez lo coció mucho menos y le quedó blanco y lo puso en Europa. El tercero ya con la práctica acumulada en los dos intentos anteriores lo hizo perfecto, en su justa medida, y a este lo puso en Etiopía. Es por esto que el color de la gente en Etiopía es el color más bonito del mundo.
A la izquierda descubrimos vitrinas con escenas del Antiguo Testamento. Giramos hacia la derecha dejando en el centro las que repasan a los apóstoles. Rematan la composición las dedicadas a la intensa vida de Jesús. Vemos la tumba de Haile y su mujer, en un lateral, de granito oscuro y unos dos metros de alto rematadas de igual manera que los obeliscos de Axum, según Rey signo de identidad de dicho reino.
Ya fuera del templo vemos a la gente que besa los marcos de las puertas y apoyan sus cabezas con gran devoción antes de entrar. En los alrededores los curas deambulan entre los fieles y acercan sus cruces, principalmente de plata aunque también las hay de madera, a los fieles quienes las besan acompañando el acto con una pequeña genuflexión.
Tomamos nuestro vehículo para dirigirnos hasta el Mercato. Según la guía es el más grande de África, y esto lo convierte en el más grande de Etiopía. De camino paramos en un banco para que Gustavo cambie dinero. El Mercato nos recibe con unos feos nubarrones que dan un carácter más severo a la fina llovizna que nos lleva acompañando a lo largo de la mañana. Alterna el caos a pie de calle con edificios en construcción de gran altura, para lo que es la media, que intentan modernizar el aspecto general.
—No tenemos que olvidar —nos dice Rey— que Addis es la sede de la Organización para la Unión Africana OUA desde 1963 y que la ciudad ofrezca aspecto de modernidad es muy importante para nosotros.
Tras un breve paseo por el exterior desde el parking hasta el centro del mercado, nos precipitamos hacia el interior de los edificios donde, en puestos sin acotar, se amontona el producto. Ropa, zapatos, complementos... montañas que son una tentación y donde las manos de los que buscan se zambullen una y otra vez y emergen con un zapato, un camisa, bisutería al peso... que seguramente se descarten para volver a rebuscar con la esperanza de que esta vez su mano de con el objeto que cubra su necesidad básica a un precio económico.
Fuera de estos edificios las pequeñas y agobiantes tiendas se alinean perfectamente ordenadas por zonas en función del género que venden, género que tapiza sus paredes hasta el techo, el cual se adorna con espejos en un intento desesperado por dar sensación de amplitud a sus no más de veinte metros cuadrados. Entrar en una de estas tiendas significa regatear sin piedad. Rey observa cauto y se mantiene al margen en nuestro primer intento de regateo, materializado en forma de un precioso mantel, sin servilletas, y que bloqueamos apenas comenzar en 200B/270B por dos piezas. Luisa y Marisol se encuentran muy frustradas a la vez que ofuscadas con la compra de los manteles por lo que propongo cambiar de palo y dirigirnos a la zona de las tiendas que venden artesanía. Como compradores compulsivos que somos, comprar es una droga y siguiendo con el símil podemos decir que ahora mismo estamos con el mono. Tenemos la necesidad de comprar algo, meternos la dosis que hará que nuestro cuello se relaje y nuestro cuerpo comience a sentir ese bienestar consecuencia de haberle aportado justo lo que necesitaba. Por 120B obtengo tan agradable sensación y una pareja de figuras étnicas que tanto gustan a Marisol. Mi vendedor es un hombre ya mayor, muy agradable y con el cual regatear se convierte en una actividad distendida lejos de la confrontación directa que acabamos de dejar en la sección de mantelerías. Aprovecho la racha y adquiero dos familias, una sin pintar y la otra con bonitos colores crudo y rojo sobre los cuales se dibujan figuras geométricas en negro, ambas por 60B. Gustavo y Luisa muestran interés por mis familias y me ofrezco de intermediario frente al simpático tendero que les vende dos familias más. Mi comisión por este pequeño negocio se materializa en un pequeño elefante bicolor y dientes asimétricos. Marisol por su parte adquiere unas bonitas cestas cerradas de colores rematadas con pequeñas caracolas blancas dos puestos más allá como regalo para sus hermanas y dos cestas abiertas perfectas como paneras de color tostado con bonitos dibujos geométricos en marrón oscuro una de las cuales fijamos como regalo para Raúl e Ilde. Nuestras endorfinas se disparan y avanzamos con la vista perdida, moviendo la cabeza de un lado para otro, queremos más, no vemos el momento de parar. Miramos el reloj y la aguja completamente loca gira a velocidad de vértigo, nos entra el agobio, nos falta el aire y el tiempo lo minimizamos irracionalmente. El gusano del consumismo nos ha infectado y sus síntomas nos debilitan y nos hacen vulnerables. Necesitamos un café.
Entramos en Wanza Café una cafetería cuya decoración moderna nos sorprende. Una chica nos invita a sentarnos con un ligero movimiento de cejas. Rey le dice algo en amárico y ella no puede evitar sonreír tímidamente. No sabemos que le ha dicho y tampoco tenemos la suficiente confianza con él para preguntárselo, al menos de momento. Tomo uno de los mejores cafés que he tomado en mi vida, dejando aparte los italianos de Portugal ya que opino que ambos cafés no son comparables. Tras un pequeño reposo acompañado de una agradable conversación volvemos a la carga. Luisa y Marisol, lejos de olvidar los manteles, han estado hilvanando la táctica a seguir en este inevitable segundo asalto. Tantean el terreno y entran en un par de tiendas para preguntar precios y comparar. Tras un reducido muestreo deciden volver a la primera tienda. Rey, durante el camino, les explica que una buena forma de regatear es poner encima de la mesa el dinero que tú pagarías por el objeto que deseas comprar. Siguiendo su consejo Marisol deposita sobre el mostrador 200B, 220B, 250B... miro a Rey y sin hablar pregunto ¿qué pasa? El me responde con una mirada de desconcierto que no acierto a interpretar. La situación se bloquea por segunda vez en 250B/270B pero ahora nuestro orgullo está herido de muerte. Gustavo, representando a la perfección su papel de ultrajado comprador, nos insta a abandonar la tienda de manera definitiva. Luisa y Marisol, cuyo umbral de orgullo está algo más bajo que el nuestro permanecen en el interior, suplicando la ansiada muestra de humanidad por parte de los pétreos vendedores. Mientras esperamos fuera, se acerca hasta nosotros un señor de avanzada edad elegantemente vestido que sin demasiado éxito, no habla inglés, intenta conversar con nosotros. Ve las figuras étnicas que llevo y con gran dificultad me dice, y creo entenderle, que son de la etnia Gambela, etnia que habita al oeste del país junto a la frontera con Sudán. Gustavo fuma cuando comienza a llover con fuerza y poco a poco la calle se va abnegando. No puedo resistirme a grabar el chapoteo del agua de lluvia sobre el agua acumulada y las lánguidas miradas de los vendedores que tenemos en frente. Llueve muchísimo pero la gente ríe, está contenta porque la lluvia es buena y espanta demonios que en estos países siempre están presentes. Es la diferencia entre el bienestar, no la definición —primer mundista— del término, y la hambruna.
La lluvia nos da una pequeña tregua y cesa al contrario que el interés de Luisa y Marisol por los manteles, lo que hace que continuemos tanteando por el mercado otras tiendas en busca de precios más bajos. Rey comenta que por los precios que nos piden en todos los comercios donde entramos, se ha debido correr la voz por el mercado de nuestro interés por la mantelería etíope. Finalmente desisten al mismo tiempo que la lluvia arrecia. Parece claro que si hoy acaban comprando los manteles no lloverá cuando lo hagan. De soportal en soportal entre la gente que se agolpa buscando un refugio avanzamos hacia el coche. Las calles se han convertido en caudalosos torrentes de agua que arrastran toda la suciedad dejándolas completamente limpias. Supongo que los tejados están siendo sometidos a la misma suerte si tenemos en cuenta el agua que se precipita en ligera parábola hasta la calle desde los rotos canalones.
Con las perneras de los pantalones empapadas llegamos al coche. Nos dirigimos a Rico’s, un restaurante de comida para blancos donde solo hay etíopes adinerados con trajes caros y complementos con un reluciente color dorado. Abundan también las parejas de chicas vestidas a la última y con unos cutis de aspecto sedoso que provocan admiración en Marisol. El restaurante ofrece carta y menú del día consistente en una sopa de puerros y un segundo a elegir. Marisol pide una parrillada de pescado y yo de pollo. La comida es buena, aunque Marisol, menos tolerante al picante que yo, se queja de lo muchísimo que pica su segundo. Café, ni punto de comparación al del Mercato, y bebidas de rigor por 85B. Saco una foto de un curioso botellero con forma de racimo donde los culos de las botellas hacen las veces de uvas. Muy original.
Después de comer, a eso de las tres de la tarde, visitamos el Museo Arqueológico Nacional en cuyo interior se encuentra, entre otras cosas, una ilustre huésped. Se trata de Lucy, nuestro antepasado más antiguo, por el momento, de 3,5 millones de años. El título de este día hace referencia a la canción de los Beatles que le puso nombre. Fue descubierta en 1974 por Donald Johansson y Tom Gray Johansson en Harar. Según nos dice Rey, y confirma la guía, lo que se ve bajo la frágil vitrina del museo no es más que una réplica en escayola de aquellos huesos que se encontraron en Harar, guardados a buen recaudo en la cámara fuerte del museo. Que lo que veamos no sea más que una copia da lo mismo, como dice Rey si tienes fe, lo crees. Los etíopes la conocen como Denkenesh que en amárico significa: Eres maravillosa. En el museo se muestra también una copia de las estelas de Tiya, monumentos funerarios al igual que las estelas de Axum, de las que vemos una enorme foto en una de las salas del museo, y los Waka de los Konso. En la parte de arriba, el museo muestra una amplia colección de objetos de las diferentes tribus de Etiopía. Algunas de ellas nos resultan tremendamente familiares mientras que otras son completamente nuevas para nosotros. Vemos todo tipo de utensilios, vestimentas, abalorios... hay collares exactamente iguales a algunos que llevamos en nuestras maletas de recuerdo.
Mientras damos la vuelta a esta planta retumba sobre nuestras cabezas el agua de la lluvia que vuelve a caer y golpea con violencia en la claraboya que ayuda a la pobre iluminación de la sala. Finalizamos la visita viendo una exposición fotográfica realizada por un equipo de la televisión etíope mientras rodaba un documental de las ceremonias de las tribus del sur. La reportera, omnipresente en todas las fotografías roba protagonismo a los verdaderos protagonistas razón por la cual la exposición me parece pobre con falta de rigor profesional y muy chovinista.
El agua que sigue cayendo, la amplia muestra de cultura étnica que hemos visto en el Museo Arqueológico y la hora hace que descartemos por unanimidad la visita al Museo Etnográfico y en su lugar decidimos acercarnos hasta Piazza, zona de tiendas que se extiende alrededor de la plaza del mismo nombre. Andamos por una calle donde todos los locales sin excepción están dedicados al negocio de las joyas. Las chicas no pueden evitar entrar en un par de tiendas para tantear precios, curiosear y probarse alguna que otra joya. Marisol ve una pulsera que después de mirarla y remirarla no le acaba de convencer. Dejamos atrás la tienda de las joyas y un poco más abajo entramos en una calle cuyos locales están dedicados a la artesanía. Cuál es nuestra sorpresa cuando en una de ellas vemos los malditos manteles. Inmediatamente comienza el regateo, con la esperanza de que la voz que corrió como la pólvora en el Mercato no haya llegado hasta aquí. Por fortuna esta vez culmina la compra y el mantel, las servilletas y una enorme sonrisa fruto de la satisfacción en Marisol nos cuestan 150B. De alguna forma nuestro orgullo ha quedado resarcido en proporción inversa a la merma de nuestra resistencia física y sobre todo, maldito regateo, mental. Estamos exhaustos, agotados y debilitados pero contentos. Nos vamos para el hotel.
Durante la hora siguiente nos dedicamos a preparar la maleta que dejaremos en el hotel, la que llevaremos con nosotros hacia el norte y la bolsa de regalos dentro de la cual colocamos todos los presentes no sin cierta dificultad. Hago un alarde de capacidad organizativa y como si de un puzle tridimensional se tratase acomodo todos y cada uno de los objetos hasta lograr que encajen perfectamente. Tan solo queda un detalle, escribo en una hoja de papel la palabra frágil y la ato a las asas de la bolsa. Listo, ya podemos ir a cenar.
Repetimos en Mon Amour. Al entrar, el camarero nos recibe con gesto de cierta sorpresa que torna en una cálida sonrisa para finalizar con unos delicados guiños de bienvenida e invitación a tomar asiento en nuestra mesa de ayer noche. De no ser por la reacción de sorpresa inicial, uno pensaría que la mesa ha pasado el día esperando por nosotros. Se interesa por nuestra visita a Addis y por lo que vamos a tomar. Un pequeño resumen del día da paso a la pasta carbonara y pizza napolitana que devoramos acompañadas de coca cola y cerveza. Hoy no hay ganas de sobremesa así que pagamos, 62B, y destemplados nos vamos para el hotel. La noche es fría, Addis se encuentra a 2.300 metros de altitud, y húmeda, no ha parado de llover en todo el día, y si hay una palabra que define al restaurante Mon Amour esa es cálido, en trato y en ambiente, razones todas ellas que explican el tembleque que me acompaña hasta el mismo umbral del National.
Addis como ciudad nos ha parecido un mero trámite. Es cierto que solo ha sido un día, y es cierto que el tiempo no ha estado de nuestro lado, pero tengo la impresión que poco más puede ofrecer al viajero. La Catedral oculta bajo una enorme cortina roja su más preciado tesoro, fuera de alcance de miradas curiosas y el Museo Arqueológico aunque muy interesante podría ofrecer mucho más de no encontrarse limitado por la precariedad en las instalaciones. Por último Mercato, Piazza, Churchill St. lugares donde te puedes desquiciar y perder la razón por comprar un mantel y unas servilletas que seguramente no necesitas, y que de usarlo lo usarás en contadas ocasiones.
Hemos gastado 330B en recuerdos y regalos y unos 147B en comer lo que asciende el total diario a 477B, todo un record en lo que va de viaje. También asciende el diario por persona y día a 75,26Bpd (6,73€).
viernes, 15 de septiembre de 2006
jueves, 14 de septiembre de 2006
Despedidas
Awasa-Addis, rabue 4 de meskerem de 1999
Hoy es el primer día con agua verdaderamente caliente en la ducha, una auténtica maravilla. Anoche cuando volvimos de la cena imaginé la noche librando una encarnizada batalla con los mosquitos locales, una batalla perdida de antemano. No sé si el mérito es de la mosquitera o del Aután presente en nuestro cuerpo, de la adaptación al medio o la limpia y estudiada entrada en la habitación, milésimas de segundo con la luz apagada, pero el caso es que hemos pasado la noche sin incidentes y lo que es más importante con un recuento de picaduras de resultado nulo.
Desde la ventana del cuarto de baño, a través de una mosquitera completamente ajada, sutil invitación a mosquitos sedientos de sangre, puedo ver el sol que perezoso intenta desembarazarse de las nubes en su ascenso matinal y anuncia a gritos un espléndido día. Del otro lado de la puerta, decenas de pájaros entonan cánticos y nos recuerdan, como cada día, lo lejos que estamos de la rutina.
Nuestro equipo ha dormido fuera, en la ciudad, y puntuales como un reloj se dejan caer por el hotel para recogernos. Desayunamos en una terraza, al amparo de enormes árboles, junto al lago del que solo notamos el frescor de sus aguas y el acompasado mecer de sus pequeñas olas contra la orilla. Los camareros aquí tienen mucho boato, en equilibrio con las magníficas instalaciones que cuentan incluso con unas olvidadas pistas de tenis que en otro tiempo dieron categoría y prestigio al establecimiento.
Dejamos atrás nuestro elegante hotel y nos dirigimos hacia el mercado de pescado atravesando toda la ciudad. La calle principal, es una pista de tierra prensada con elegantes casas a los lados a las que se accede a través de los pequeños jardines en la parte delantera. Antes de llegar al mercado, paramos en una gasolinera para tanquear a 5,15 birr por litro de diesel, es decir unos 0.46 €/l.
El mercado es una verde pradera a orillas del lago, salpicada de unas cuantas rocas que los niños aprovechan a modo de tabla para limpiar, despiezar y amontonar los trozos de pescado que les traen desde las barcas, a estas horas varadas junto a la orilla. Algo más adentro, las raíces de los árboles salen del suelo retorciéndose para volver a hundirse profundamente en la esponjosa tierra. Y entre ellos bandas de Marabús se pelean violentamente por los despojos que los niños no paran de tirarles con el fin de atraerlos hacia nosotros para que los fotografiemos. Una vez lograda la foto de estos, en mi opinión, ruines y feos pájaros los niños no cejaran en su intento de conseguir algún que otro birr por acercarnos a tan desagradable ser. Como el resto del viaje aquí también son muy reacios a dejarse fotografiar y grabar en vídeo, una pena, ya que vemos chicos que con una habilidad endiablada despiezan el pescado haciendo montones de espinas, lomos y todo aquello que no vale y de lo que darán buena cuenta no solo los marabú, también los pelícanos, hamerhead y demás fauna. Otro chico, introduce el dedo gordo de su pie en la boca del pez gato para sujetarlo y de esta manera trabajarlo con destreza y su afilado cuchillo curvo. Este entorno idílico me lleva a comentar con Ayele la posibilidad de montar un restaurante de pescado, solo pescado, en este lugar. Como siempre, con esa mezcla de timidez y educación, asiente con la cabeza y considera que es una magnífica idea. Casa Ayele, pescado fresco.
Salimos hacia Addis por una carretera con un asfalto algo mejor que el de la carretera que nos llevó hasta el Pozo de Sal, áspero y muy agresivo con los castigados neumáticos. Los carros tirados por burros y cultivos de maíz y patata a ambos lados de la carretera nos amenizan durante el trayecto que separa Awasa de Shashemene. Mesfin nos propone acercarnos a los baños termales Wendo Genet junto a la población de Wosha, a unos 14 kilómetros de la carretera principal lo que hará que el viaje no se nos haga tan pesado. Esto provoca que la separación del grupo se adelante y en lugar de despedirnos en Shashemene lo hacemos justo antes de llegar, al pie de una enorme y bien protegida central telefónica. Maite, Esme, Gloria y Paco, acompañados por Kumbi y Kebede, continúan viaje hacia Bale Mountains Nacional Park. La despedida es rápida pero no fría. Todos deseamos una despedida así, por que más que una despedida es un hasta pronto y que disfrutéis del resto, ya nos contaremos. El ruido de los pesados camiones al pasar hace que entendernos no sea tarea fácil. Después de múltiples abrazos que encierran cierto afecto acumulado a lo largo de los días continuamos viaje.
Tomamos un camino de tierra, a la derecha de la carretera para, casi sin darnos cuenta, irnos rodeando de un selvático decorado con altos y preciosos árboles y abundante vegetación. El contraste cromático es muy fuerte. El verde duele y el marrón es intenso y oscuro, como el buen café. El camino se convierte en sendero y este se torna cada vez más intransitable hasta que finalmente, justo a tiempo diría yo, llegamos a unos baños en la base de una suave colina. Por prudencia y para evitar posibles males mayores decidimos no bañarnos y en lugar de eso damos un maravilloso paseo en busca de la fuente termal que nutre con sus medicinales aguas las piscinas. Pagamos 20B a un chico para que nos guíe a través de la maleza, gigantes ortigas y briosos riachuelos que sorteamos a duras penas. Nos cruzamos con un rebaño de vacas que no entienden de cortesía y Marisol, por no retirarse a tiempo, sufre un pisotón de una de ellas que le levanta ligeramente la piel a la altura del tobillo. El pastor ríe con los que le acompañan y a Marisol aunque esto no le hace demasiada gracia enseguida se le pasa. El dolor del pisotón ya es otro cantar y le acompañará al menos un par de días. Por el camino nos salen al encuentro grupos de pequeños que a las órdenes de una chica, algo mayor, entonan para nosotros un bonito canturreo. Realizamos unas tres o cuatro paradas a instancia de nuestro quía donde admirar lo que podríamos llamar postales naturales. Completamente convencidos de lo inútil que resulta intentar captar las escenas con la cámara, fotografiamos con desgana y rápidamente pasamos a embriagarnos con las espectaculares vistas. La llegada a la fuente está precedida por una pequeña humareda que perezosa sale del regato.
—Eight five degree, mister —me comenta el chico.
Cuesta mantener el dedo en el agua, verdaderamente caliente. El arroyo se desliza colina abajo perdiendo temperatura hasta las piscinas donde llega a unos 45ºC.
Volvemos hasta las piscinas y entramos en el hotel donde tomamos unas cervezas y aprovechamos para ir al servicio. Los jardines, muy cuidados, son preciosos y muy coloristas. Disfrutamos de ellos sentados en una recogida terraza mientras escribimos un rato. Camino de las piscinas encontramos a dos niños jugando al ping-pong en una vieja mesa, con unas viejas palas y una deformada pelota. Gustavo juega con uno de ellos que sonríe tímidamente cuando Gustavo exhibe el más letal de sus mates. Les tiro una foto mientras se despiden deportivamente. Algo más abajo entre el follaje de los árboles observamos en silencio un mono capuchino, de pelaje blanco y negro con una larga cola blanca. Cuando llegamos a los coches encontramos a Yonás con una amplia sonrisa después de un reparador baño en las piscinas según nos cuenta. Mesfin nos regala unos colgantes con forma de loros y de vivos colores, uno más de los detalles a los que esta amable y servicial y atenta gente nos tiene acostumbrados.
Volvemos a la cartera principal por el mismo camino por el que hemos venido y llegamos a la central telefónica. De ahí en apenas diez minutos entramos en Shashemene donde paramos a comer en un hotel de la cadena Mekele Molla, cadena a la que pertenece también el hotel de Arba Minch. Elegimos la terraza y antes de empezar a comer comienzan a caer grandes gotas de agua que en apenas unos minutos cambian el color del suelo y nos obliga a ponernos a cubierto junto al café. Tomamos un bistec, pescado, y espaguetis más la bebida incluyendo café por 70B.
Nada más comer volvemos a la carretera, la #6, construida hace unos siete u ocho años por la empresa española Dragados y Construcciones. Esta deja a la izquierda el lago Shalla para un poco más adelante pasar entre los lagos Abijatta y Langano. A orillas del primero el segundo se desdibuja en el horizonte y si no fuera por la certeza de que se encuentra allí, se diría que se trata de un espejismo. Aún lameremos el Ziway y el Koka ambos en la margen derecha dirección Addis. Lagos aparte, la carretera nos deja imágenes de gran belleza plástica dignas del mejor de los documentales. Una vaca yace muerta en la orilla donde una veintena de buitres dan buena cuenta de sus restos. Los buitres, seres medrosos, aletean pesadamente hasta un árbol cercano cuando nos aproximamos para hacer unas fotos. Una vez, cuando niño, me topé de bruces con dos de estas aves que comían los resto de una cabra en lo alto de una loma. Tengo aquel recuerdo muy vivo en mi memoria porque me impactó mucho. Por aquel entonces mi envergadura debía ser más o menos como la de los buitres y tal vez aquella fue la razón por la que ni se inmutaron con mi presencia. Por desconocido me ha llamado tanto la atención esta vez el sonido del aleteo de los buitres en su prudente retirada, que no huída, hasta el cercano árbol. Un poco más adelante se repite la escena cambiando tan solo la carroña, hiena en lugar de vaca. Los buitres continúan en el árbol tiempo después de nuestra marcha y volverán a comer en cuanto lo haga uno de ellos, el más valiente o el más hambriento.
Paramos a comprar unas fresas en un puesto de carretera delante de la primera explotación agrícola que vemos en el tiempo que llevamos en Etiopía. Se trata de un complejo de invernaderos donde se produce la roja y acorazonada fruta. Mesfin nos dice que sus hijos se vuelven locos por ellas. Nosotros también compramos una cesta por 6B. Tomamos un café en el mismo lugar donde hace ya diez días desayunamos por primera vez nada más comenzar este viaje. Continuamos avanzando y pasamos por delante
de un cuartel militar de aviación. Digo esto porque me ha llamado mucho la atención ver mujeres vestidas con trajes militares. No deja de sorprenderme, en un país como este, que la mujer cuente para un estamento como es el ejército. El día se está revelando como un segundo déjà vu y para reforzar esta sensación después de unos cuantos kilómetros pasamos por delante del Aeropuerto Internacional donde aterrizamos procedentes de España vía Fráncfort. Por el ajetreo intuimos la cercanía de la gran ciudad y en cuestión de segundos nos vemos rodeados de un tremendo caos motivado por la hora punta en el tráfico. Poco a poco, con el corazón de nuevo en un puño, profundizamos en las entrañas de la capital, envueltos por la densa humareda que vomitan sin cesar los tubos de escape de los miles de vehículos que nos rodean. El olor a gasoil mal quemado me revuelve. Afortunadamente llegamos al National de Addis antes de que la cosa vaya a más.
El hotel tiene en general muy buen aspecto. Gustavo se encarga de rellenar los formularios de entrada, ayer le tocó a Marisol, y con las llaves de las habitaciones 502 y 506 salimos fuera para despedirnos de Mesfin, Ayele y Yonás. Una despedida mucho más emotiva que la de hace unas horas y más sentida. Me duele pensar que la certeza de que no volveremos a ver a esta gente tan estupenda en todos los aspectos es lo que hace que sea mucho, muchísimo más sentida. ¡Qué coño! es gente que se hace querer muchísimo, en especial Yonás, un niño grande siempre alegre con el que conectas de inmediato. Procuraré no perder el contacto por más que la experiencia me diga que el contacto, al igual que un pequeño charco un día soleado, tiene el tiempo contado.
Volvemos dentro. Nuestro guía para esta segunda parte del viaje ha llamado para decir que hoy no puede vernos y que nos espera mañana por la mañana a la ocho en la recepción del hotel. Gustavo me deja elegir entre las dos habitaciones posibles. Me quedo con la 502. Normalmente no suelo tener suerte en los juegos de azar y la elección de la 502, por tanto, hay que considerarla puramente una excepción. Abrimos la puerta y un amplio pasillo lleva directamente a un salón, calculo de unos treinta metros cuadrados, con tres sofás, mesa de centro, cama supletoria, una terraza y chimenea. A mitad del pasillo hay dos puertas, una a cada lado. A la derecha el baño, con agua muy caliente, y a la izquierda la habitación, con cama de matrimonio, las paredes forradas de madera y los suelos de moqueta, un poco agobiante pero increíblemente espaciosa. El armario ropero ocupa la pared más grande, de unos cuatro metros. En fin, la habitación es tan espaciosa y tiene tanto recoveco que dan ganas de ponerse a jugar al escondite. Desde la cristalera del salón vemos la Avenida Menelik II, a pesar de la hora, muy castigada por el tráfico. Esta sube por una pequeña colina en lo alto de la cual se encuentran el Sheraton y el Hilton, a izquierda y derecha respectivamente, pero esto ya es otro nivel.
Dejamos el placer de la ducha para después de cenar, y así disfrutarlo con tiempo, sin prisas antes de dormir. Tan solo nos lavamos la cara dejando en la toalla la impronta, como si de una sábana santa se tratase, de un duro día de viaje.
Buscamos la calle Churchill con la esperanza de poder comprar algo. Nada más salir del hotel vemos un restaurante italiano con buen aspecto y que retenemos en la memoria como posible opción para cenar. Giramos a la derecha por Asmara Road de la que un poco más adelante nace Desta Damtew para morir en Churchill. Caminamos envueltos por una tremenda nube de humo que poco a poco, a medida que el tráfico cesa, va sedimentando sobre la ciudad y sobre la gente que con mirada curiosa mata el día en las aceras, a las puertas de los comercios o sentados tomando café. A unos dos kilómetros confluimos con Churchill pero lo que vemos no nos gusta nada. A esta altura la calle está sin luz, negra como el pozo de sal. Suponemos que las tiendas están ya cerradas o se encuentran bastante más arriba. Decidimos darnos la vuelta y cenar en el restaurante italiano que vimos cerca del hotel. La vuelta se vuelve angustiosa. De las calles laterales salen indigentes, que se nos echan encima pidiendo limosna, y chicos jóvenes que ven en nosotros la oportunidad de ganar un dinero fácil y que no entienden un no por respuesta. Finalmente, ante nuestra constante negativa, acaban por cansarse y dejan de seguirnos.
Ya en el restaurante nos llevamos una agradable sorpresa cuando el camarero se dirige a nosotros en castellano para decirnos que conoce Barcelona, Madrid, Galicia y ¿Bilbao? Sí, ha dicho Bilbao. Gustavo, tras volver de fumar un cigarro, le pregunta por una pegatina en la puerta del local. La pegatina resulta ser de una asociación para la adopción de niños con la que el restaurante colabora. El camarero ayuda como traductor a parejas, a veces de españoles, que vienen a adoptar. Con el tema de la adopción sobre la mesa, contamos a Luisa y Gustavo nuestro periplo “fecundacional”. Continuamos charlando de la educación de los niños, los problemas en la adolescencia, la camaradería en la madurez y finalmente, para que todo eso sea posible, volvemos a la adopción. Recuerdo que en aquella sobremesa me sentí especialmente bien. Fue muy agradable. Gustavo y Luisa son dos personas que escuchan y esta frase no necesita más adornos. Normalmente, cuando hablas con alguien, notas que ese alguien está pensando en otra cosa, no te está escuchando. Piensa en lo que el dirá luego, en el mejor de los casos, y a veces ni siquiera eso, está pensando en que tiene que llamar a fulanito o que tiene que comprar aquel pantalón que vio el otro día en el centro. Gustavo y Luisa escuchan y una vez has acabado te preguntan, y lo fascinante del tema es que te preguntan cosas que tienen que ver con lo que les acabas de contar. Maravilloso.
Los camareros esperan por nosotros así que decidimos irnos. Pagamos 75B por lasaña, pizza, Mirinda, y cerveza, nos despedimos de nuestro amigo, prometemos volver antes de irnos. De camino al hotel, nos viene a la mente el recuerdo del otro grupo y en especial de Paco. Esperamos que todo les vaya bien. Buena suerte.
Tras una ducha bien caliente escribo estas líneas y hago repaso mental del largo día y los gastos. El día nos ha deparado tristes y sentidas despedidas y de alguna manera se revela como el principio del fin. Comenzamos la segunda etapa con una sensación de plenitud cuando aún no hemos empezado realmente el viaje por el que hemos venido hasta aquí. Lo relatado en estas páginas para nosotros era algo secundario, relleno de la agencia para entretenernos durante dieciocho días. Estábamos tremendamente equivocados y me alegro de que así fuera. Los gastos diarios ascienden a 171B que si los sumamos al acumulado hacen un total de 1.178,75B es decir 58,94Bpd (5,27€pd).
Hoy es el primer día con agua verdaderamente caliente en la ducha, una auténtica maravilla. Anoche cuando volvimos de la cena imaginé la noche librando una encarnizada batalla con los mosquitos locales, una batalla perdida de antemano. No sé si el mérito es de la mosquitera o del Aután presente en nuestro cuerpo, de la adaptación al medio o la limpia y estudiada entrada en la habitación, milésimas de segundo con la luz apagada, pero el caso es que hemos pasado la noche sin incidentes y lo que es más importante con un recuento de picaduras de resultado nulo.
Desde la ventana del cuarto de baño, a través de una mosquitera completamente ajada, sutil invitación a mosquitos sedientos de sangre, puedo ver el sol que perezoso intenta desembarazarse de las nubes en su ascenso matinal y anuncia a gritos un espléndido día. Del otro lado de la puerta, decenas de pájaros entonan cánticos y nos recuerdan, como cada día, lo lejos que estamos de la rutina.
Nuestro equipo ha dormido fuera, en la ciudad, y puntuales como un reloj se dejan caer por el hotel para recogernos. Desayunamos en una terraza, al amparo de enormes árboles, junto al lago del que solo notamos el frescor de sus aguas y el acompasado mecer de sus pequeñas olas contra la orilla. Los camareros aquí tienen mucho boato, en equilibrio con las magníficas instalaciones que cuentan incluso con unas olvidadas pistas de tenis que en otro tiempo dieron categoría y prestigio al establecimiento.
Dejamos atrás nuestro elegante hotel y nos dirigimos hacia el mercado de pescado atravesando toda la ciudad. La calle principal, es una pista de tierra prensada con elegantes casas a los lados a las que se accede a través de los pequeños jardines en la parte delantera. Antes de llegar al mercado, paramos en una gasolinera para tanquear a 5,15 birr por litro de diesel, es decir unos 0.46 €/l.
El mercado es una verde pradera a orillas del lago, salpicada de unas cuantas rocas que los niños aprovechan a modo de tabla para limpiar, despiezar y amontonar los trozos de pescado que les traen desde las barcas, a estas horas varadas junto a la orilla. Algo más adentro, las raíces de los árboles salen del suelo retorciéndose para volver a hundirse profundamente en la esponjosa tierra. Y entre ellos bandas de Marabús se pelean violentamente por los despojos que los niños no paran de tirarles con el fin de atraerlos hacia nosotros para que los fotografiemos. Una vez lograda la foto de estos, en mi opinión, ruines y feos pájaros los niños no cejaran en su intento de conseguir algún que otro birr por acercarnos a tan desagradable ser. Como el resto del viaje aquí también son muy reacios a dejarse fotografiar y grabar en vídeo, una pena, ya que vemos chicos que con una habilidad endiablada despiezan el pescado haciendo montones de espinas, lomos y todo aquello que no vale y de lo que darán buena cuenta no solo los marabú, también los pelícanos, hamerhead y demás fauna. Otro chico, introduce el dedo gordo de su pie en la boca del pez gato para sujetarlo y de esta manera trabajarlo con destreza y su afilado cuchillo curvo. Este entorno idílico me lleva a comentar con Ayele la posibilidad de montar un restaurante de pescado, solo pescado, en este lugar. Como siempre, con esa mezcla de timidez y educación, asiente con la cabeza y considera que es una magnífica idea. Casa Ayele, pescado fresco.
Salimos hacia Addis por una carretera con un asfalto algo mejor que el de la carretera que nos llevó hasta el Pozo de Sal, áspero y muy agresivo con los castigados neumáticos. Los carros tirados por burros y cultivos de maíz y patata a ambos lados de la carretera nos amenizan durante el trayecto que separa Awasa de Shashemene. Mesfin nos propone acercarnos a los baños termales Wendo Genet junto a la población de Wosha, a unos 14 kilómetros de la carretera principal lo que hará que el viaje no se nos haga tan pesado. Esto provoca que la separación del grupo se adelante y en lugar de despedirnos en Shashemene lo hacemos justo antes de llegar, al pie de una enorme y bien protegida central telefónica. Maite, Esme, Gloria y Paco, acompañados por Kumbi y Kebede, continúan viaje hacia Bale Mountains Nacional Park. La despedida es rápida pero no fría. Todos deseamos una despedida así, por que más que una despedida es un hasta pronto y que disfrutéis del resto, ya nos contaremos. El ruido de los pesados camiones al pasar hace que entendernos no sea tarea fácil. Después de múltiples abrazos que encierran cierto afecto acumulado a lo largo de los días continuamos viaje.
Tomamos un camino de tierra, a la derecha de la carretera para, casi sin darnos cuenta, irnos rodeando de un selvático decorado con altos y preciosos árboles y abundante vegetación. El contraste cromático es muy fuerte. El verde duele y el marrón es intenso y oscuro, como el buen café. El camino se convierte en sendero y este se torna cada vez más intransitable hasta que finalmente, justo a tiempo diría yo, llegamos a unos baños en la base de una suave colina. Por prudencia y para evitar posibles males mayores decidimos no bañarnos y en lugar de eso damos un maravilloso paseo en busca de la fuente termal que nutre con sus medicinales aguas las piscinas. Pagamos 20B a un chico para que nos guíe a través de la maleza, gigantes ortigas y briosos riachuelos que sorteamos a duras penas. Nos cruzamos con un rebaño de vacas que no entienden de cortesía y Marisol, por no retirarse a tiempo, sufre un pisotón de una de ellas que le levanta ligeramente la piel a la altura del tobillo. El pastor ríe con los que le acompañan y a Marisol aunque esto no le hace demasiada gracia enseguida se le pasa. El dolor del pisotón ya es otro cantar y le acompañará al menos un par de días. Por el camino nos salen al encuentro grupos de pequeños que a las órdenes de una chica, algo mayor, entonan para nosotros un bonito canturreo. Realizamos unas tres o cuatro paradas a instancia de nuestro quía donde admirar lo que podríamos llamar postales naturales. Completamente convencidos de lo inútil que resulta intentar captar las escenas con la cámara, fotografiamos con desgana y rápidamente pasamos a embriagarnos con las espectaculares vistas. La llegada a la fuente está precedida por una pequeña humareda que perezosa sale del regato.
—Eight five degree, mister —me comenta el chico.
Cuesta mantener el dedo en el agua, verdaderamente caliente. El arroyo se desliza colina abajo perdiendo temperatura hasta las piscinas donde llega a unos 45ºC.
Volvemos hasta las piscinas y entramos en el hotel donde tomamos unas cervezas y aprovechamos para ir al servicio. Los jardines, muy cuidados, son preciosos y muy coloristas. Disfrutamos de ellos sentados en una recogida terraza mientras escribimos un rato. Camino de las piscinas encontramos a dos niños jugando al ping-pong en una vieja mesa, con unas viejas palas y una deformada pelota. Gustavo juega con uno de ellos que sonríe tímidamente cuando Gustavo exhibe el más letal de sus mates. Les tiro una foto mientras se despiden deportivamente. Algo más abajo entre el follaje de los árboles observamos en silencio un mono capuchino, de pelaje blanco y negro con una larga cola blanca. Cuando llegamos a los coches encontramos a Yonás con una amplia sonrisa después de un reparador baño en las piscinas según nos cuenta. Mesfin nos regala unos colgantes con forma de loros y de vivos colores, uno más de los detalles a los que esta amable y servicial y atenta gente nos tiene acostumbrados.
Volvemos a la cartera principal por el mismo camino por el que hemos venido y llegamos a la central telefónica. De ahí en apenas diez minutos entramos en Shashemene donde paramos a comer en un hotel de la cadena Mekele Molla, cadena a la que pertenece también el hotel de Arba Minch. Elegimos la terraza y antes de empezar a comer comienzan a caer grandes gotas de agua que en apenas unos minutos cambian el color del suelo y nos obliga a ponernos a cubierto junto al café. Tomamos un bistec, pescado, y espaguetis más la bebida incluyendo café por 70B.
Nada más comer volvemos a la carretera, la #6, construida hace unos siete u ocho años por la empresa española Dragados y Construcciones. Esta deja a la izquierda el lago Shalla para un poco más adelante pasar entre los lagos Abijatta y Langano. A orillas del primero el segundo se desdibuja en el horizonte y si no fuera por la certeza de que se encuentra allí, se diría que se trata de un espejismo. Aún lameremos el Ziway y el Koka ambos en la margen derecha dirección Addis. Lagos aparte, la carretera nos deja imágenes de gran belleza plástica dignas del mejor de los documentales. Una vaca yace muerta en la orilla donde una veintena de buitres dan buena cuenta de sus restos. Los buitres, seres medrosos, aletean pesadamente hasta un árbol cercano cuando nos aproximamos para hacer unas fotos. Una vez, cuando niño, me topé de bruces con dos de estas aves que comían los resto de una cabra en lo alto de una loma. Tengo aquel recuerdo muy vivo en mi memoria porque me impactó mucho. Por aquel entonces mi envergadura debía ser más o menos como la de los buitres y tal vez aquella fue la razón por la que ni se inmutaron con mi presencia. Por desconocido me ha llamado tanto la atención esta vez el sonido del aleteo de los buitres en su prudente retirada, que no huída, hasta el cercano árbol. Un poco más adelante se repite la escena cambiando tan solo la carroña, hiena en lugar de vaca. Los buitres continúan en el árbol tiempo después de nuestra marcha y volverán a comer en cuanto lo haga uno de ellos, el más valiente o el más hambriento.
Paramos a comprar unas fresas en un puesto de carretera delante de la primera explotación agrícola que vemos en el tiempo que llevamos en Etiopía. Se trata de un complejo de invernaderos donde se produce la roja y acorazonada fruta. Mesfin nos dice que sus hijos se vuelven locos por ellas. Nosotros también compramos una cesta por 6B. Tomamos un café en el mismo lugar donde hace ya diez días desayunamos por primera vez nada más comenzar este viaje. Continuamos avanzando y pasamos por delante
de un cuartel militar de aviación. Digo esto porque me ha llamado mucho la atención ver mujeres vestidas con trajes militares. No deja de sorprenderme, en un país como este, que la mujer cuente para un estamento como es el ejército. El día se está revelando como un segundo déjà vu y para reforzar esta sensación después de unos cuantos kilómetros pasamos por delante del Aeropuerto Internacional donde aterrizamos procedentes de España vía Fráncfort. Por el ajetreo intuimos la cercanía de la gran ciudad y en cuestión de segundos nos vemos rodeados de un tremendo caos motivado por la hora punta en el tráfico. Poco a poco, con el corazón de nuevo en un puño, profundizamos en las entrañas de la capital, envueltos por la densa humareda que vomitan sin cesar los tubos de escape de los miles de vehículos que nos rodean. El olor a gasoil mal quemado me revuelve. Afortunadamente llegamos al National de Addis antes de que la cosa vaya a más.
El hotel tiene en general muy buen aspecto. Gustavo se encarga de rellenar los formularios de entrada, ayer le tocó a Marisol, y con las llaves de las habitaciones 502 y 506 salimos fuera para despedirnos de Mesfin, Ayele y Yonás. Una despedida mucho más emotiva que la de hace unas horas y más sentida. Me duele pensar que la certeza de que no volveremos a ver a esta gente tan estupenda en todos los aspectos es lo que hace que sea mucho, muchísimo más sentida. ¡Qué coño! es gente que se hace querer muchísimo, en especial Yonás, un niño grande siempre alegre con el que conectas de inmediato. Procuraré no perder el contacto por más que la experiencia me diga que el contacto, al igual que un pequeño charco un día soleado, tiene el tiempo contado.
Volvemos dentro. Nuestro guía para esta segunda parte del viaje ha llamado para decir que hoy no puede vernos y que nos espera mañana por la mañana a la ocho en la recepción del hotel. Gustavo me deja elegir entre las dos habitaciones posibles. Me quedo con la 502. Normalmente no suelo tener suerte en los juegos de azar y la elección de la 502, por tanto, hay que considerarla puramente una excepción. Abrimos la puerta y un amplio pasillo lleva directamente a un salón, calculo de unos treinta metros cuadrados, con tres sofás, mesa de centro, cama supletoria, una terraza y chimenea. A mitad del pasillo hay dos puertas, una a cada lado. A la derecha el baño, con agua muy caliente, y a la izquierda la habitación, con cama de matrimonio, las paredes forradas de madera y los suelos de moqueta, un poco agobiante pero increíblemente espaciosa. El armario ropero ocupa la pared más grande, de unos cuatro metros. En fin, la habitación es tan espaciosa y tiene tanto recoveco que dan ganas de ponerse a jugar al escondite. Desde la cristalera del salón vemos la Avenida Menelik II, a pesar de la hora, muy castigada por el tráfico. Esta sube por una pequeña colina en lo alto de la cual se encuentran el Sheraton y el Hilton, a izquierda y derecha respectivamente, pero esto ya es otro nivel.
Dejamos el placer de la ducha para después de cenar, y así disfrutarlo con tiempo, sin prisas antes de dormir. Tan solo nos lavamos la cara dejando en la toalla la impronta, como si de una sábana santa se tratase, de un duro día de viaje.
Buscamos la calle Churchill con la esperanza de poder comprar algo. Nada más salir del hotel vemos un restaurante italiano con buen aspecto y que retenemos en la memoria como posible opción para cenar. Giramos a la derecha por Asmara Road de la que un poco más adelante nace Desta Damtew para morir en Churchill. Caminamos envueltos por una tremenda nube de humo que poco a poco, a medida que el tráfico cesa, va sedimentando sobre la ciudad y sobre la gente que con mirada curiosa mata el día en las aceras, a las puertas de los comercios o sentados tomando café. A unos dos kilómetros confluimos con Churchill pero lo que vemos no nos gusta nada. A esta altura la calle está sin luz, negra como el pozo de sal. Suponemos que las tiendas están ya cerradas o se encuentran bastante más arriba. Decidimos darnos la vuelta y cenar en el restaurante italiano que vimos cerca del hotel. La vuelta se vuelve angustiosa. De las calles laterales salen indigentes, que se nos echan encima pidiendo limosna, y chicos jóvenes que ven en nosotros la oportunidad de ganar un dinero fácil y que no entienden un no por respuesta. Finalmente, ante nuestra constante negativa, acaban por cansarse y dejan de seguirnos.
Ya en el restaurante nos llevamos una agradable sorpresa cuando el camarero se dirige a nosotros en castellano para decirnos que conoce Barcelona, Madrid, Galicia y ¿Bilbao? Sí, ha dicho Bilbao. Gustavo, tras volver de fumar un cigarro, le pregunta por una pegatina en la puerta del local. La pegatina resulta ser de una asociación para la adopción de niños con la que el restaurante colabora. El camarero ayuda como traductor a parejas, a veces de españoles, que vienen a adoptar. Con el tema de la adopción sobre la mesa, contamos a Luisa y Gustavo nuestro periplo “fecundacional”. Continuamos charlando de la educación de los niños, los problemas en la adolescencia, la camaradería en la madurez y finalmente, para que todo eso sea posible, volvemos a la adopción. Recuerdo que en aquella sobremesa me sentí especialmente bien. Fue muy agradable. Gustavo y Luisa son dos personas que escuchan y esta frase no necesita más adornos. Normalmente, cuando hablas con alguien, notas que ese alguien está pensando en otra cosa, no te está escuchando. Piensa en lo que el dirá luego, en el mejor de los casos, y a veces ni siquiera eso, está pensando en que tiene que llamar a fulanito o que tiene que comprar aquel pantalón que vio el otro día en el centro. Gustavo y Luisa escuchan y una vez has acabado te preguntan, y lo fascinante del tema es que te preguntan cosas que tienen que ver con lo que les acabas de contar. Maravilloso.
Los camareros esperan por nosotros así que decidimos irnos. Pagamos 75B por lasaña, pizza, Mirinda, y cerveza, nos despedimos de nuestro amigo, prometemos volver antes de irnos. De camino al hotel, nos viene a la mente el recuerdo del otro grupo y en especial de Paco. Esperamos que todo les vaya bien. Buena suerte.
Tras una ducha bien caliente escribo estas líneas y hago repaso mental del largo día y los gastos. El día nos ha deparado tristes y sentidas despedidas y de alguna manera se revela como el principio del fin. Comenzamos la segunda etapa con una sensación de plenitud cuando aún no hemos empezado realmente el viaje por el que hemos venido hasta aquí. Lo relatado en estas páginas para nosotros era algo secundario, relleno de la agencia para entretenernos durante dieciocho días. Estábamos tremendamente equivocados y me alegro de que así fuera. Los gastos diarios ascienden a 171B que si los sumamos al acumulado hacen un total de 1.178,75B es decir 58,94Bpd (5,27€pd).
miércoles, 13 de septiembre de 2006
You, you, you
Yabelo-Awasa, maksagno 3 de meskerem de 1999
Nos levantamos muy temprano y casi como dos autómatas sincronizados vamos repitiendo el mismo ritual. De la cama al servicio, del servicio a la ducha, de la ducha al lavabo y del lavabo a colocar las maletas y dejarlas preparadas para que el conductor que se quede con Gloria y Maite se las lleve. Ya no volvemos al hotel. El resto, en dos coches, salimos después de desayunar hacia Chew-Bet, casa de sal. Después volveremos sobre nuestros pasos hasta los pozos cantarines, en el pueblo de Dubluk, donde nos encontraremos con el otro coche. Visitaremos los pozos y saldremos hacia Awasa a orillas del lago del mismo nombre. El agua no acaba de salir del todo caliente pero aún así la ducha es reconfortante. Nos dirigimos a la cafetería, junto a recepción, donde Kumbi ayer dejó dicho que desayunaríamos a estas intempestivas horas. Más que una cafetería tiene aspecto de pub con una pequeña barra de madera tallada a la derecha según se entra. Nos preparan un desayuno occidental a base de pan tostado, un enorme plato recién hecho precedido por un cálido aroma, mantequilla y mermelada de fresa. Dudo que podamos terminarlo. Tomamos te todos menos Gustavo que toma café. Fuera en una mesa junto a la terraza donde está la televisión, Kumbi y Yonás desayunan una enyera para los dos con sendas colas. Terminamos antes que ellos y mientras esperamos aprovecho para grabar a dos verdaderos expertos en el arte de comer enyera con la mano.
Salimos en dirección a Kenia por la carretera asfaltada que comienza poco antes de llegar a Yabelo. El asfaltado y el trazado completamente rectilíneo de la vía, nos permite velocidades de ochenta e incluso noventa kilómetros por hora. Atravesamos la población de Dubluk donde a punto estamos de atropellar a un hombre que inconscientemente sale sin mirar de detrás de un camión parado en la mitad de la carretera. Continúa vivo por una ley física básica: no estaba en la trayectoria de nuestro coche, que se desplazaba sin control gracias a la inercia provocada al bloquear las ruedas con la fuerte frenada. Yonás, que es con quien vamos, increpa al individuo que permanece ajeno al hecho de que hoy ha vuelto a nacer. Kumbi nos acompaña y a la vez nos ameniza junto con Yonás el viaje, durante el cual no paran de cantar dándose la réplica una y otra vez. No lo hacen nada mal. Para haberse conocido en este viaje han congeniado de maravilla. Entre canción y canción nos explica por encima la clasificación de la etnia de los Oromos en Boranas y Barentu. También nos cuenta la distribución del tiempo a lo largo de su vida y así tenemos que desde que nacen hasta los ocho años son niños y se dedican a cosas de niños, jugar principalmente. Entre los ocho y los dieciséis comienza el aprendizaje. A partir de los dieciséis y hasta que cumplen veinticuatro son guerreros. De los veinticuatro comienzan un segundo aprendizaje que les preparará para, llegado el caso, asumir el poder. Esto dura hasta los treinta y dos, edad en la que comienzan el liderazgo y que nunca extenderán más allá de los cuarenta. A partir de aquí son considerados consejeros de la tribu. Si yo fuese Oromo me encontraría en mi último año de liderazgo, a punto de pasar a consejero. Considerarte un consejero es una forma muy elegante de superar la crisis de los cuarenta.
Llegamos junto a un cráter de enormes dimensiones y según nos acercamos al borde vemos ante nuestros ojos una enorme mancha negra circular en el fondo con una corona blanca que la rodea, fruto de la evaporación del agua con alta concentración de sal. Kumbi nos había dicho que la excursión merecía la pena pero es más que eso. Hay veces que las cosas te las imaginas de una manera completamente distinta a lo que luego son en la realidad. Este es el caso y los cinco nos quedamos con la boca abierta en el borde del cráter admirando la laguna, empequeñecida por las colosales dimensiones del socavón donde se encuentra.
Debemos comenzar el descenso ya que se tarda aproximadamente una hora en bajar y algo más para subir y andamos con el tiempo justo. Debido a la gran cantidad de guijarros sueltos en el camino, hay que tener mucho cuidado y afianzar cada paso que se da si no quieres acabar con tus huesos en el suelo o lo que sería aún peor, con el tobillo dañado. Luisa al poco tiempo comienza a quedarse rezagada y poco después, con buen criterio, decide darse la vuelta y no bajar. Nos cruzamos con tres burros que transportan dos sacos de sal sobre sus lomos, uno a cada lado del espinazo. Aprovechamos la circunstancia para escuchar al encargado de los burros contarnos la historia del pozo y las propiedades más que dudosas que se le atribuye al básico mineral. Al parecer un hombre de un pueblo cercano tenía un burro. Este animal desaparecía por las noches y aparecía de nuevo por la mañana. El burro engordó, estaba más lustroso, su pelo brillaba sano, trabajaba vigorosamente todo el día, y su amo había notado, a pesar del duro trabajo diario, que se empleaba fogosamente con todas las burras que le salían al paso. Una noche siguió al burro para descubrir que es lo que había provocado aquel cambio en su animal y que es lo que le daba tanta energía. Así descubrió el pozo y vio como el animal chupaba con gran ahínco la sal. Enseguida, el dueño comprendió que era el mineral lo que aportaba al burro su energía y el inagotable apetito sexual. Cualquiera que visite el pozo de sal, comprenderá que no hace falta seguir en plena noche a un pollino para toparse con semejante accidente geográfico. Cuentos a parte la sal que se saca del pozo lleva años sirviendo de complemento alimenticio del ganado local y de los propios lugareños. El mismo hombre que nos ha contado la historia saca un trozo de uno de los sacos y lo mete en la boca, lo enjuaga con la saliva, escupe el fango negro que la envuelve y nos muestra orgulloso el cristal de sal convidándonos a probarla. Amablemente declinamos su oferta y nos despedimos continuando la bajada. A medida que descendemos el camino se hace menos exigente al ser la pendiente cada vez menor hasta que llegamos a la parte plana del fondo donde aún hemos de caminar un rato hasta llegar al borde blanquecino de la laguna. Montones de sal, unos negros, aún sin limpiar y destinados para el consumo del ganado, y otros blancos, desprovistos de fango, esperan para ser metidos en sacos y transportados por los burros hasta el pueblo. Entre los montones trabajan dos hombres, uno bastante mayor completamente desnudo y otro más joven vestido tan solo con unos viejos slips. No nos ponemos de acuerdo en la edad del mayor y tampoco el guía local que nos acompaña es capaz de decirnos con exactitud cuánto tiempo lleva trabajando aquí, aunque cree que serán unos treinta años. Con sendos baldes de color azul se meten dentro del agua, junto a la orilla donde el agua justo les tapa los tobillos, y comienzan a rascar el fondo para extraer trozos de sal que depositan en los baldes para limpiarlos del fango que se agarra a su superficie. Para la extracción en el centro de la laguna se precisan dos hombres. Uno se sumerge y el otro lo mantiene en el fondo colocándose sobre él y evitando así que la alta densidad del agua lo devuelva a la superficie. Cuando la sal es arrancada, con una señal el que está sumergido indica al otro que quiere salir. El guía local nos da unos cristales de sal limpia a cada uno, pagamos lo pactado, no recuerdo cuánto, a los dos hombres que continúan afanados limpiando sal y comenzamos la subida hacia el pueblo. Como habíamos imaginado según bajábamos, la subida es aún más dura que la bajada. Ha salido el sol y comienza a calentar con fuerza. Marisol que sube a nuestro ritmo se ve obligada a parar a medio camino con la respiración entrecortada y ganas de vomitar. Me quedo con ella mientras, Kumbi, Gustavo y Paco continúan subiendo. Intento que regularice la respiración y que descanse un poco. Cojo su bolso, su polar y todo lo que le pueda agobiar y continuamos subiendo a un ritmo algo menor que al principio sin parar hasta arriba y evitando así que los burros nos adelanten una y otra vez. Son casi dos kilómetros bajo un sol de justicia, con un desnivel de quinientos metros y firme muy irregular que exige un esfuerzo extra. Cuando llegamos arriba Kumbi nos anima y felicita aplaudiendo junto a Mesfin, Yonás y una veintena de lugareños.
—Eres un cabronazo Kumbi —dice Marisol entrecortada por el esfuerzo. —Dijiste que si no podía subir tú me ayudarías y en cuanto has visto que me daba la pájara te has escaqueado.
Kumbi se ríe y nos cuenta lo que no quiso decirnos antes para no desanimarnos: muchas veces cuando trae excursiones al pozo la gente en la subida lo pasa muy mal llegando incluso a vomitar. Dice que hoy hemos tenido bastante suerte ya que el sol no calentaba como suele hacerlo habitualmente. Menos mal. Tomamos unas colas curioseando en un mercado, que no estaba cuando iniciamos la bajada, con objetos de uso cotidiano y con aspecto de viejos.
Cuando regresamos a Madrid sentí curiosidad por ver si el pozo era visible en Google Earth así que descargué el recorrido desde Yabelo hasta Dosoda y tal y como imaginaba se ve perfectamente, con un curios efecto óptico que hace que parezca una montaña en lugar de un cráter. El efecto que desaparece en cuanto varías la perspectiva con la opción Tilt de Google Earth. Se encuentra exactamente en latitud 4.20742914113 longitud 38.3959468389 y para buscarlo en Google Earth basta meter ambas coordenadas separadas por una coma (4.20742914113,38.3959468389).
Nos ponemos en camino hacia Dubluk para visitar los pozos cantarines. Allí nos esperan Kebede, Maite, Esmeralda y Gloria. Cuando llegamos ellas ya han visitado los pozos así que mientras esperan en el pueblo, nosotros nos vamos para allá. Tomamos un camino que sale a la derecha, sentido Yabelo, y que termina en una árida vaguada apenas salpicada por unos cuantos matorrales y donde un grupo de jóvenes pastorean una cabrada que mordisquea la poca hierba que hay. Un sendero de un par de metros está cercado por paredes de tierra cada vez más altas a medida que descendemos. Llegamos hasta una zona que se abre ligeramente y donde a la derecha hay un abrevadero y un gran pozo al fondo. En realidad el pozo propiamente dicho se encuentra al fondo de este primer pozo, más bien una represa, paso intermedio del agua camino del abrevadero. En época de sequía, hacen una cadena humana desde el fondo del pozo por la cual van subiendo los cubos de agua mientras cantan para animarse, de donde les viene el nombre de pozos cantarines. Hoy tan solo nos hacen una demostración transportando el agua desde el estanque hasta el abrevadero mientras entonan una canción muy rítmica y que a mí me recuerda vagamente a los coros Gospel. Me acerco, con sumo cuidado, a la boca del pozo para constatar que es tan profundo que mirar al fondo, aunque no se alcance a ver el final, marea.
Volvemos a Yabelo donde comeremos en el motel antes de continuar viaje con destino Awasa a unos 293 kilómetros. Pagamos 41B por la comida y una hora y media más tarde nos ponemos en camino.
La carretera es asfaltada pero las velocidades que te permite no son muy altas. A esto hay que sumar la gran cantidad de gente, animales y cosas que se encuentran presentes durante todo el trayecto, sobre todo atravesando las distintas poblaciones por las que pasamos. La media de velocidad aumenta respecto a las pistas y sobrepasamos ligeramente los 60 kilómetros a la hora. Esto permite deleitarse con el paisaje, un paisaje que según nos dirigimos hacia el norte se engalana de hermosas praderas donde se alternan el oscuro marrón de una tierra esponjosa y fértil, y el intenso y frondoso verde de las vaguadas y los bosques que las cercan. La tímida lluvia que comienza a caer refuerza más aún la sensación de encontrarme en un clima húmedo, lejos de las imágenes áridas creadas por las noticias sobre hambrunas en este país durante las terribles épocas de sequía.
Paramos para tomar un café en un pueblo llamado Yirga Chefer que se encuentra en una zona dedicada al cultivo del café. El de esta zona en concreto tiene fama de buen café por todo el país. Arrecia la lluvia mientras degustamos el adictivo brebaje. El bar aún continúa decorado con los adornos que celebraban la Noche Vieja y la entrada del nuevo año. En la televisión están poniendo resúmenes del Mundial de F1 y nos llama la atención que no conozcan a Fernando Alonso, aunque, por otra parte, aquí el deporte rey es el fútbol y como hasta hace poco pasaba en España el resto de los deportes pasan sin pena ni gloria. La conversación deriva hacia el éxito de etíopes y españoles en el deporte llegando a la conclusión que, mientras que en fútbol jamás llegaremos a nada, al menos por la parte que nos toca, en largas distancias somos dos países muy competitivos. Me ha parecido entender que Kebede ha tenido un pequeño problema con una cabra y que está negociando con el dueño del animal la compensación económica del trance, negociación que una vez cerrada nos permite continuar nuestro camino.
Avanzamos entre la fuerte lluvia a medida que oscurece lo que dificulta aún más la conducción. Esta lluvia enfría el ambiente y motiva que la gente encienda fuego dentro de sus chozas para templarlas, provocando uno de los efectos más hermosos que he visto en mi vida. De las chozas, por el tejado, sube lentamente el humo que provoca la lumbre interior creando un fantasmagórico paisaje que se extiende, más allá del borde de la carretera, hacia el interior por las plantaciones de plataneros. Este humo se deposita a cierta altura sólo roto por las pequeñas elevaciones del terreno. Recuerdo haber visto en un libro una fotografía de un valle, tomada desde lo alto, a primera hora de la mañana cuando la neblina aún se encuentra baja y rellena los desniveles que dejan los pequeños cerros. Lo que estoy viendo en este momento es la versión tropical de aquella foto donde los cerros pelados son ocupados por suaves plantaciones de plataneros. Pocas veces he disfrutado tanto como durante esos pocos minutos. La observación del precioso lienzo se perturbó de pronto cuando comenzamos a acercarnos a Awasa y el volumen de obstáculos en la carretera aumentó hasta el punto de hacer prácticamente imposible conducir. Esta mañana, cuando nos encontrábamos en el pozo de sal, pregunté a Yonás si el bajaba con nosotros,
—No, I have to drive all day —que flojo, pensé.
Ahora entiendo sus razones. La tensión que acumulan los conductores en estos viajes es tremenda. Y es fácil calcularla, analizas la propia tensión que acumulas mientras frenas con tus piernas, intentas apartar el carro que parece nos vamos a tragar sin remedio, tensas todo tu cuerpo al ver aparecer de la oscuridad un rebaño entero de vacas, se te dispara el corazón cuando Mesfin, que ve más de lo que tú puedas ver, frena inesperadamente, etc. y la multiplicas por diez para convertirla en real. Escribo las cosas que he visto vender en la carretera para evitar mirar hacia delante, leña, café, tajos, celosía de bambú, limas, gallinas, piñas, cestos de mimbre, bidones con grava, piedras losetas, cruces, palos largos, palos cortos, cebollas, papayas, patatas, tomates, raspas de pescado, pescado... Por Dios, ¿es que no vamos a llegar nunca?
Pero llegamos, por fin llegamos sanos y salvos. Kabede, Yonás y, por lo que a mí me toca, Mesfin:
GRACIAS, muchísimas gracias.
Atravesamos toda la ciudad para llegar a nuestro hotel, el Awasa Hotel. Definitivamente vamos mejorando día a día. El hotel, aunque a estas horas no podamos verlo, se encuentra junto al lago Awasa y las habitaciones en realidad son amplios bungalós pareados con una enorme habitación que reúne en una sola estancia habitación y sala de estar y un pasillo vestidor desde que se accede al cuarto de baño, también muy espacioso. Ponemos en marcha la caldera para que cumpla su función con la esperanza de que el agua salga tan caliente que no podamos aguantar bajo ella. Damos tiempo al viejo aparato recolocando las bolsas, y al cabo de unos quince minutos nos metemos en la ducha, bajo un agua tibia que no llega a estar verdaderamente caliente. Una vez aseados nos vestimos y salimos hacia recepción donde hemos quedado con el grupo. Fuera, la luz de una desangelada bombilla proyecta sobre el número 39 de nuestra habitación la sombra amenazante de una decena de mosquitos, listos para colarse dentro y convertir nuestro dulce sueño en pesadilla. Mientras llegan los demás aprovecho para que Marisol nos haga una foto a Yonás y a mí en su coche, yo al volante. Prometo mandársela en cuanto llegue a España.
—Gustavo, ¿has visto a Javier? Es un pepillo —dice Kumbi refiriéndose a mí.
—¿Qué es un pepillo? —le pregunto.
—Tu sabes, allá en Cuba se le dice pepillo a la gente que gusta de arreglarse y peinarse y ponerse camisas chulas, como si dijéramos un pintón, ¿tú me entiendes?
—Pues tienes toda la razón —le digo y en este cuaderno queda claro que acepto mi condición no sin cierto orgullo.
Sin caer en el gran tópico histórico hoy es nuestra última cena juntos, mañana iremos hasta Shashemene y desde ahí Gloria, Maite, Esme y Paco con Kebede y Kumbi continuaran con su viaje del que aún les queda más de la mitad. Luisa, Marisol, Gustavo y Yo con Mesfin, Yonás y Ayele continuamos hacia Addis para comenzar con la segunda parte del nuestro. Por eso hoy cenaremos todos juntos en el Pinna Hotel, restaurante sugerido por Ayele, donde haremos entrega de las propinas que hemos pensado para cada uno de ellos y que entregará Gloria después de decir unas palabras que son replicadas por todos y cada uno de los componentes del equipo. Me llama mucho la atención que todos ellos coinciden en alabar la unidad que hemos mostrado como grupo desde el principio, aceptando siempre, por unanimidad, todas las decisiones que se han tenido que tomar. Por nuestra parte, agradecemos su profesionalidad y el exceso de celo al que no estaban obligados y aún así han derrochado con todos nosotros. Una foto inmortaliza el momento y tras pagar la cena, tocamos a 100B por pareja, nos vamos para el hotel con gran carga emocional en nuestros cansados corazones.
De vuelta en nuestra habitación, preparamos las mosquiteras para lo que intuimos una noche complicada. No en vano estamos en la misma orilla del lago y nuestra habitación es la última línea defensiva, la retaguardia. Los mosquitos esperan nuestra llegada en la luz del porche con su característica pose desafiante, listos para colarse en cuanto abramos la puerta. Por eso Marisol y yo sincronizamos nuestros movimientos y repasamos una última vez la entrada a la habitación con rapidez, limpiamente. Con la protección extra del Aután por nuestro cuerpo nos metemos en la cama bajo la mosquitera. Cruzamos impresiones del lago de sal y coincidimos en que la excursión, desfallecimiento incluido, ha merecido la pena. Hablamos del nebuloso paisaje y la angustiosa llegada a la ciudad de Awasa.
Un repaso mental rápido deja un saldo de 41B para la comida y 100B para la cena. Hemos pagado una cantidad para los trabajadores del pozo de sal que no recuerdo y que por lo tanto no puedo contabilizar. Tampoco recuerdo lo que hemos puesto en concepto de propinas pero aunque lo recordase lo considero algo personal, algo entre ellos y nosotros. Solo deseo que se sientan satisfechos y nos recuerden con afecto. Un parcial de 141B, un total de 1.007,75B y 55,99Bpd (5€pd). Lo que sí recuerdo bien y no estoy dispuesto a olvidar es el precioso paisaje de las chozas humeando con indolencia a orillas de la carretera, recuerdo que me acompaña durante los últimos segundos antes de quedar profundamente dormido.
Nos levantamos muy temprano y casi como dos autómatas sincronizados vamos repitiendo el mismo ritual. De la cama al servicio, del servicio a la ducha, de la ducha al lavabo y del lavabo a colocar las maletas y dejarlas preparadas para que el conductor que se quede con Gloria y Maite se las lleve. Ya no volvemos al hotel. El resto, en dos coches, salimos después de desayunar hacia Chew-Bet, casa de sal. Después volveremos sobre nuestros pasos hasta los pozos cantarines, en el pueblo de Dubluk, donde nos encontraremos con el otro coche. Visitaremos los pozos y saldremos hacia Awasa a orillas del lago del mismo nombre. El agua no acaba de salir del todo caliente pero aún así la ducha es reconfortante. Nos dirigimos a la cafetería, junto a recepción, donde Kumbi ayer dejó dicho que desayunaríamos a estas intempestivas horas. Más que una cafetería tiene aspecto de pub con una pequeña barra de madera tallada a la derecha según se entra. Nos preparan un desayuno occidental a base de pan tostado, un enorme plato recién hecho precedido por un cálido aroma, mantequilla y mermelada de fresa. Dudo que podamos terminarlo. Tomamos te todos menos Gustavo que toma café. Fuera en una mesa junto a la terraza donde está la televisión, Kumbi y Yonás desayunan una enyera para los dos con sendas colas. Terminamos antes que ellos y mientras esperamos aprovecho para grabar a dos verdaderos expertos en el arte de comer enyera con la mano.
Salimos en dirección a Kenia por la carretera asfaltada que comienza poco antes de llegar a Yabelo. El asfaltado y el trazado completamente rectilíneo de la vía, nos permite velocidades de ochenta e incluso noventa kilómetros por hora. Atravesamos la población de Dubluk donde a punto estamos de atropellar a un hombre que inconscientemente sale sin mirar de detrás de un camión parado en la mitad de la carretera. Continúa vivo por una ley física básica: no estaba en la trayectoria de nuestro coche, que se desplazaba sin control gracias a la inercia provocada al bloquear las ruedas con la fuerte frenada. Yonás, que es con quien vamos, increpa al individuo que permanece ajeno al hecho de que hoy ha vuelto a nacer. Kumbi nos acompaña y a la vez nos ameniza junto con Yonás el viaje, durante el cual no paran de cantar dándose la réplica una y otra vez. No lo hacen nada mal. Para haberse conocido en este viaje han congeniado de maravilla. Entre canción y canción nos explica por encima la clasificación de la etnia de los Oromos en Boranas y Barentu. También nos cuenta la distribución del tiempo a lo largo de su vida y así tenemos que desde que nacen hasta los ocho años son niños y se dedican a cosas de niños, jugar principalmente. Entre los ocho y los dieciséis comienza el aprendizaje. A partir de los dieciséis y hasta que cumplen veinticuatro son guerreros. De los veinticuatro comienzan un segundo aprendizaje que les preparará para, llegado el caso, asumir el poder. Esto dura hasta los treinta y dos, edad en la que comienzan el liderazgo y que nunca extenderán más allá de los cuarenta. A partir de aquí son considerados consejeros de la tribu. Si yo fuese Oromo me encontraría en mi último año de liderazgo, a punto de pasar a consejero. Considerarte un consejero es una forma muy elegante de superar la crisis de los cuarenta.
Llegamos junto a un cráter de enormes dimensiones y según nos acercamos al borde vemos ante nuestros ojos una enorme mancha negra circular en el fondo con una corona blanca que la rodea, fruto de la evaporación del agua con alta concentración de sal. Kumbi nos había dicho que la excursión merecía la pena pero es más que eso. Hay veces que las cosas te las imaginas de una manera completamente distinta a lo que luego son en la realidad. Este es el caso y los cinco nos quedamos con la boca abierta en el borde del cráter admirando la laguna, empequeñecida por las colosales dimensiones del socavón donde se encuentra.
Debemos comenzar el descenso ya que se tarda aproximadamente una hora en bajar y algo más para subir y andamos con el tiempo justo. Debido a la gran cantidad de guijarros sueltos en el camino, hay que tener mucho cuidado y afianzar cada paso que se da si no quieres acabar con tus huesos en el suelo o lo que sería aún peor, con el tobillo dañado. Luisa al poco tiempo comienza a quedarse rezagada y poco después, con buen criterio, decide darse la vuelta y no bajar. Nos cruzamos con tres burros que transportan dos sacos de sal sobre sus lomos, uno a cada lado del espinazo. Aprovechamos la circunstancia para escuchar al encargado de los burros contarnos la historia del pozo y las propiedades más que dudosas que se le atribuye al básico mineral. Al parecer un hombre de un pueblo cercano tenía un burro. Este animal desaparecía por las noches y aparecía de nuevo por la mañana. El burro engordó, estaba más lustroso, su pelo brillaba sano, trabajaba vigorosamente todo el día, y su amo había notado, a pesar del duro trabajo diario, que se empleaba fogosamente con todas las burras que le salían al paso. Una noche siguió al burro para descubrir que es lo que había provocado aquel cambio en su animal y que es lo que le daba tanta energía. Así descubrió el pozo y vio como el animal chupaba con gran ahínco la sal. Enseguida, el dueño comprendió que era el mineral lo que aportaba al burro su energía y el inagotable apetito sexual. Cualquiera que visite el pozo de sal, comprenderá que no hace falta seguir en plena noche a un pollino para toparse con semejante accidente geográfico. Cuentos a parte la sal que se saca del pozo lleva años sirviendo de complemento alimenticio del ganado local y de los propios lugareños. El mismo hombre que nos ha contado la historia saca un trozo de uno de los sacos y lo mete en la boca, lo enjuaga con la saliva, escupe el fango negro que la envuelve y nos muestra orgulloso el cristal de sal convidándonos a probarla. Amablemente declinamos su oferta y nos despedimos continuando la bajada. A medida que descendemos el camino se hace menos exigente al ser la pendiente cada vez menor hasta que llegamos a la parte plana del fondo donde aún hemos de caminar un rato hasta llegar al borde blanquecino de la laguna. Montones de sal, unos negros, aún sin limpiar y destinados para el consumo del ganado, y otros blancos, desprovistos de fango, esperan para ser metidos en sacos y transportados por los burros hasta el pueblo. Entre los montones trabajan dos hombres, uno bastante mayor completamente desnudo y otro más joven vestido tan solo con unos viejos slips. No nos ponemos de acuerdo en la edad del mayor y tampoco el guía local que nos acompaña es capaz de decirnos con exactitud cuánto tiempo lleva trabajando aquí, aunque cree que serán unos treinta años. Con sendos baldes de color azul se meten dentro del agua, junto a la orilla donde el agua justo les tapa los tobillos, y comienzan a rascar el fondo para extraer trozos de sal que depositan en los baldes para limpiarlos del fango que se agarra a su superficie. Para la extracción en el centro de la laguna se precisan dos hombres. Uno se sumerge y el otro lo mantiene en el fondo colocándose sobre él y evitando así que la alta densidad del agua lo devuelva a la superficie. Cuando la sal es arrancada, con una señal el que está sumergido indica al otro que quiere salir. El guía local nos da unos cristales de sal limpia a cada uno, pagamos lo pactado, no recuerdo cuánto, a los dos hombres que continúan afanados limpiando sal y comenzamos la subida hacia el pueblo. Como habíamos imaginado según bajábamos, la subida es aún más dura que la bajada. Ha salido el sol y comienza a calentar con fuerza. Marisol que sube a nuestro ritmo se ve obligada a parar a medio camino con la respiración entrecortada y ganas de vomitar. Me quedo con ella mientras, Kumbi, Gustavo y Paco continúan subiendo. Intento que regularice la respiración y que descanse un poco. Cojo su bolso, su polar y todo lo que le pueda agobiar y continuamos subiendo a un ritmo algo menor que al principio sin parar hasta arriba y evitando así que los burros nos adelanten una y otra vez. Son casi dos kilómetros bajo un sol de justicia, con un desnivel de quinientos metros y firme muy irregular que exige un esfuerzo extra. Cuando llegamos arriba Kumbi nos anima y felicita aplaudiendo junto a Mesfin, Yonás y una veintena de lugareños.
—Eres un cabronazo Kumbi —dice Marisol entrecortada por el esfuerzo. —Dijiste que si no podía subir tú me ayudarías y en cuanto has visto que me daba la pájara te has escaqueado.
Kumbi se ríe y nos cuenta lo que no quiso decirnos antes para no desanimarnos: muchas veces cuando trae excursiones al pozo la gente en la subida lo pasa muy mal llegando incluso a vomitar. Dice que hoy hemos tenido bastante suerte ya que el sol no calentaba como suele hacerlo habitualmente. Menos mal. Tomamos unas colas curioseando en un mercado, que no estaba cuando iniciamos la bajada, con objetos de uso cotidiano y con aspecto de viejos.
Cuando regresamos a Madrid sentí curiosidad por ver si el pozo era visible en Google Earth así que descargué el recorrido desde Yabelo hasta Dosoda y tal y como imaginaba se ve perfectamente, con un curios efecto óptico que hace que parezca una montaña en lugar de un cráter. El efecto que desaparece en cuanto varías la perspectiva con la opción Tilt de Google Earth. Se encuentra exactamente en latitud 4.20742914113 longitud 38.3959468389 y para buscarlo en Google Earth basta meter ambas coordenadas separadas por una coma (4.20742914113,38.3959468389).
Nos ponemos en camino hacia Dubluk para visitar los pozos cantarines. Allí nos esperan Kebede, Maite, Esmeralda y Gloria. Cuando llegamos ellas ya han visitado los pozos así que mientras esperan en el pueblo, nosotros nos vamos para allá. Tomamos un camino que sale a la derecha, sentido Yabelo, y que termina en una árida vaguada apenas salpicada por unos cuantos matorrales y donde un grupo de jóvenes pastorean una cabrada que mordisquea la poca hierba que hay. Un sendero de un par de metros está cercado por paredes de tierra cada vez más altas a medida que descendemos. Llegamos hasta una zona que se abre ligeramente y donde a la derecha hay un abrevadero y un gran pozo al fondo. En realidad el pozo propiamente dicho se encuentra al fondo de este primer pozo, más bien una represa, paso intermedio del agua camino del abrevadero. En época de sequía, hacen una cadena humana desde el fondo del pozo por la cual van subiendo los cubos de agua mientras cantan para animarse, de donde les viene el nombre de pozos cantarines. Hoy tan solo nos hacen una demostración transportando el agua desde el estanque hasta el abrevadero mientras entonan una canción muy rítmica y que a mí me recuerda vagamente a los coros Gospel. Me acerco, con sumo cuidado, a la boca del pozo para constatar que es tan profundo que mirar al fondo, aunque no se alcance a ver el final, marea.
Volvemos a Yabelo donde comeremos en el motel antes de continuar viaje con destino Awasa a unos 293 kilómetros. Pagamos 41B por la comida y una hora y media más tarde nos ponemos en camino.
La carretera es asfaltada pero las velocidades que te permite no son muy altas. A esto hay que sumar la gran cantidad de gente, animales y cosas que se encuentran presentes durante todo el trayecto, sobre todo atravesando las distintas poblaciones por las que pasamos. La media de velocidad aumenta respecto a las pistas y sobrepasamos ligeramente los 60 kilómetros a la hora. Esto permite deleitarse con el paisaje, un paisaje que según nos dirigimos hacia el norte se engalana de hermosas praderas donde se alternan el oscuro marrón de una tierra esponjosa y fértil, y el intenso y frondoso verde de las vaguadas y los bosques que las cercan. La tímida lluvia que comienza a caer refuerza más aún la sensación de encontrarme en un clima húmedo, lejos de las imágenes áridas creadas por las noticias sobre hambrunas en este país durante las terribles épocas de sequía.
Paramos para tomar un café en un pueblo llamado Yirga Chefer que se encuentra en una zona dedicada al cultivo del café. El de esta zona en concreto tiene fama de buen café por todo el país. Arrecia la lluvia mientras degustamos el adictivo brebaje. El bar aún continúa decorado con los adornos que celebraban la Noche Vieja y la entrada del nuevo año. En la televisión están poniendo resúmenes del Mundial de F1 y nos llama la atención que no conozcan a Fernando Alonso, aunque, por otra parte, aquí el deporte rey es el fútbol y como hasta hace poco pasaba en España el resto de los deportes pasan sin pena ni gloria. La conversación deriva hacia el éxito de etíopes y españoles en el deporte llegando a la conclusión que, mientras que en fútbol jamás llegaremos a nada, al menos por la parte que nos toca, en largas distancias somos dos países muy competitivos. Me ha parecido entender que Kebede ha tenido un pequeño problema con una cabra y que está negociando con el dueño del animal la compensación económica del trance, negociación que una vez cerrada nos permite continuar nuestro camino.
Avanzamos entre la fuerte lluvia a medida que oscurece lo que dificulta aún más la conducción. Esta lluvia enfría el ambiente y motiva que la gente encienda fuego dentro de sus chozas para templarlas, provocando uno de los efectos más hermosos que he visto en mi vida. De las chozas, por el tejado, sube lentamente el humo que provoca la lumbre interior creando un fantasmagórico paisaje que se extiende, más allá del borde de la carretera, hacia el interior por las plantaciones de plataneros. Este humo se deposita a cierta altura sólo roto por las pequeñas elevaciones del terreno. Recuerdo haber visto en un libro una fotografía de un valle, tomada desde lo alto, a primera hora de la mañana cuando la neblina aún se encuentra baja y rellena los desniveles que dejan los pequeños cerros. Lo que estoy viendo en este momento es la versión tropical de aquella foto donde los cerros pelados son ocupados por suaves plantaciones de plataneros. Pocas veces he disfrutado tanto como durante esos pocos minutos. La observación del precioso lienzo se perturbó de pronto cuando comenzamos a acercarnos a Awasa y el volumen de obstáculos en la carretera aumentó hasta el punto de hacer prácticamente imposible conducir. Esta mañana, cuando nos encontrábamos en el pozo de sal, pregunté a Yonás si el bajaba con nosotros,
—No, I have to drive all day —que flojo, pensé.
Ahora entiendo sus razones. La tensión que acumulan los conductores en estos viajes es tremenda. Y es fácil calcularla, analizas la propia tensión que acumulas mientras frenas con tus piernas, intentas apartar el carro que parece nos vamos a tragar sin remedio, tensas todo tu cuerpo al ver aparecer de la oscuridad un rebaño entero de vacas, se te dispara el corazón cuando Mesfin, que ve más de lo que tú puedas ver, frena inesperadamente, etc. y la multiplicas por diez para convertirla en real. Escribo las cosas que he visto vender en la carretera para evitar mirar hacia delante, leña, café, tajos, celosía de bambú, limas, gallinas, piñas, cestos de mimbre, bidones con grava, piedras losetas, cruces, palos largos, palos cortos, cebollas, papayas, patatas, tomates, raspas de pescado, pescado... Por Dios, ¿es que no vamos a llegar nunca?
Pero llegamos, por fin llegamos sanos y salvos. Kabede, Yonás y, por lo que a mí me toca, Mesfin:
GRACIAS, muchísimas gracias.
Atravesamos toda la ciudad para llegar a nuestro hotel, el Awasa Hotel. Definitivamente vamos mejorando día a día. El hotel, aunque a estas horas no podamos verlo, se encuentra junto al lago Awasa y las habitaciones en realidad son amplios bungalós pareados con una enorme habitación que reúne en una sola estancia habitación y sala de estar y un pasillo vestidor desde que se accede al cuarto de baño, también muy espacioso. Ponemos en marcha la caldera para que cumpla su función con la esperanza de que el agua salga tan caliente que no podamos aguantar bajo ella. Damos tiempo al viejo aparato recolocando las bolsas, y al cabo de unos quince minutos nos metemos en la ducha, bajo un agua tibia que no llega a estar verdaderamente caliente. Una vez aseados nos vestimos y salimos hacia recepción donde hemos quedado con el grupo. Fuera, la luz de una desangelada bombilla proyecta sobre el número 39 de nuestra habitación la sombra amenazante de una decena de mosquitos, listos para colarse dentro y convertir nuestro dulce sueño en pesadilla. Mientras llegan los demás aprovecho para que Marisol nos haga una foto a Yonás y a mí en su coche, yo al volante. Prometo mandársela en cuanto llegue a España.
—Gustavo, ¿has visto a Javier? Es un pepillo —dice Kumbi refiriéndose a mí.
—¿Qué es un pepillo? —le pregunto.
—Tu sabes, allá en Cuba se le dice pepillo a la gente que gusta de arreglarse y peinarse y ponerse camisas chulas, como si dijéramos un pintón, ¿tú me entiendes?
—Pues tienes toda la razón —le digo y en este cuaderno queda claro que acepto mi condición no sin cierto orgullo.
Sin caer en el gran tópico histórico hoy es nuestra última cena juntos, mañana iremos hasta Shashemene y desde ahí Gloria, Maite, Esme y Paco con Kebede y Kumbi continuaran con su viaje del que aún les queda más de la mitad. Luisa, Marisol, Gustavo y Yo con Mesfin, Yonás y Ayele continuamos hacia Addis para comenzar con la segunda parte del nuestro. Por eso hoy cenaremos todos juntos en el Pinna Hotel, restaurante sugerido por Ayele, donde haremos entrega de las propinas que hemos pensado para cada uno de ellos y que entregará Gloria después de decir unas palabras que son replicadas por todos y cada uno de los componentes del equipo. Me llama mucho la atención que todos ellos coinciden en alabar la unidad que hemos mostrado como grupo desde el principio, aceptando siempre, por unanimidad, todas las decisiones que se han tenido que tomar. Por nuestra parte, agradecemos su profesionalidad y el exceso de celo al que no estaban obligados y aún así han derrochado con todos nosotros. Una foto inmortaliza el momento y tras pagar la cena, tocamos a 100B por pareja, nos vamos para el hotel con gran carga emocional en nuestros cansados corazones.
De vuelta en nuestra habitación, preparamos las mosquiteras para lo que intuimos una noche complicada. No en vano estamos en la misma orilla del lago y nuestra habitación es la última línea defensiva, la retaguardia. Los mosquitos esperan nuestra llegada en la luz del porche con su característica pose desafiante, listos para colarse en cuanto abramos la puerta. Por eso Marisol y yo sincronizamos nuestros movimientos y repasamos una última vez la entrada a la habitación con rapidez, limpiamente. Con la protección extra del Aután por nuestro cuerpo nos metemos en la cama bajo la mosquitera. Cruzamos impresiones del lago de sal y coincidimos en que la excursión, desfallecimiento incluido, ha merecido la pena. Hablamos del nebuloso paisaje y la angustiosa llegada a la ciudad de Awasa.
Un repaso mental rápido deja un saldo de 41B para la comida y 100B para la cena. Hemos pagado una cantidad para los trabajadores del pozo de sal que no recuerdo y que por lo tanto no puedo contabilizar. Tampoco recuerdo lo que hemos puesto en concepto de propinas pero aunque lo recordase lo considero algo personal, algo entre ellos y nosotros. Solo deseo que se sientan satisfechos y nos recuerden con afecto. Un parcial de 141B, un total de 1.007,75B y 55,99Bpd (5€pd). Lo que sí recuerdo bien y no estoy dispuesto a olvidar es el precioso paisaje de las chozas humeando con indolencia a orillas de la carretera, recuerdo que me acompaña durante los últimos segundos antes de quedar profundamente dormido.
martes, 12 de septiembre de 2006
Ayele, viajero #9
Konso-Yabelo, sagno 2 de Meskerem de 1999
Me despierto instantes antes de que el muecín comience su llamada, a través de los altavoces de la torre, convocando a los fieles a la oración matutina y noto con angustia cierta dificultad para moverme. Intento tirar de la sábana para taparme sin éxito. Poco a poco, según me despierto, me doy cuenta que estoy preso entre el colchón, cuyo áspero forro noto desagradable contra mi cara, y la sábana bajera en la cual me encuentro enredado. Solo Dios sabe como he acabado ahí. Me obsesiona el ojo derecho en el que ayer noche noté un pinchazo nada más acostarnos, así que librándome de mi inerte cancela me levanto y me dirijo al baño para observar detenidamente frente al espejo que el ojo no está inflamado. Respiro aliviado. Todo ese tipo de cosas, hinchazón repentina de un ojo, herpes labiales, quistes sebáceos que se inflaman de pronto, flemones, etc. me desequilibran y con cualquiera de ellos la seguridad en mí mismo que tanto necesito se desmorona como un termitero bajo una fuerte tromba de agua. Supongo que el ser propenso a todo eso es el castigo que he de pagar por mi excesiva coquetería de modo que en mi vida se pueden distinguir dos estados de ánimo perfectamente definidos, cuando tengo alguna deformidad en mi cara y cuando no. Esta profunda reflexión matinal deja de manifiesto mi naturaleza binaria. El muecín termina su llamada y como un mal presagio los ecos de su voz se apagan a la vez que los ruidos que provoca el aire que sale por el grifo del lavabo. Unos segundos de silencio y dos explosiones seguidas anuncian la inminente llegada del agua. Unos segundos más, unos minutos, un cuarto de hora... hoy tampoco hay agua. Marisol, en un alarde de flexibilidad increíble, salta del interior de la habitación hasta el pasillo exterior para interceptar a un muchacho que pasa por delante de nuestra puerta y le pide, si es posible, un cubo de agua para cubrir el gasto del lavabo, lo que nos permite al menos asearnos, y la cisterna, aún más importante. Mientras Marisol acaba de arreglarse, bajo para intentar desesperadamente conseguir agua,
—Not posible, not water —es todo lo que obtengo de esa pared de ladrillos con cargo de encargado.
Bien, las opciones se reducen. Repetimos ropa y asumimos otro día sin una relajante y purificadora ducha (ahorraré aquí por innecesario el añadido de agua caliente). Tal vez en Yabelo hacia donde nos dirigimos. Registro en el GPS la localización exacta del hotel St. Mary (N05º20.380’ E037º26.494 Alt1446m) mientras pienso que será difícil encontrar un alojamiento en peores condiciones que este. Esto es una ventaja que hará buenos a los hoteles que presente un aspecto y un servicio algo mejor. Abajo mientras esperamos a estar todos listos para partir compramos unas muñecas que a mí personalmente me dan mal rollo. A Marisol sin embargo le llaman la atención porque le recuerdan a las muñecas de budú e inexplicablemente le hacen mucha gracia.
Salimos de Konso por la misma carretera por la que llegamos ayer para visitar un poblado de la etnia del mismo nombre. A los pocos kilómetros tomamos un camino que sale a la derecha y que parece un camino agrario que se encuentra en pésimo estado. Zarandeados entre terrazas de cultivo primero y un tupido bosque después, llegamos a un claro presidido por un enorme árbol. Un chico corre, ovillo en mano, para desenrollar el algodón y colocarlo alrededor de dos palos clavados en el suelo a una distancia de unos veinte pasos. Del lado contrario una verja con una bonita puerta, realizada aprovechando un tronco retorcido por los años, franquea un poblado de chozas hacinadas y de las que solo podemos ver el remate de sus tejados, realizado con cántaros de barro. Se trata del poblado Geley Chaca donde Kumbi entra para gestionar la visita. Cuando sale nos dice que ha estado hablando con el rey de los Konso y este le ha dicho que tenemos que pagar si queremos ver el poblado. Kumbi nos explica que esta visita entra dentro de nuestro viaje y que ellos han pagado ya al patronato de turismo por ella. El rey, continúa Kumbi, dice tener diferencias con el patronato e insiste en que si queremos visitar el poblado hemos de pagar, independientemente de lo que hayamos pagado ya al patronato. Kumbi nos dice que podemos visitar cualquier otro poblado sin pagar nada y opina que aunque este es el más bonito, en los otros podremos ver lo mismo. Decidimos por unanimidad que por lo que se ve desde fuera merece la pena visitarlo y que Gustavo entre con Kumbi a negociar el precio e intente rebajarlo. El chico continúa su carrera ovillo en mano mientras un buen número de niños comienzan a rodearnos. Al rato sale Gustavo, el rey se mantiene fuerte en su posición. No obstante, como signo de respeto hacia nuestro delegado, decide indultar del pago a Gustavo. Menos es nada.
Entramos por la preciosa puerta y allí, tras una pared de piedra de un metro de altura, con aire solemne se encuentra el vigésimo primer rey de los Konso con su pequeño heredero, que ajeno a su futura responsabilidad nos observa curioso junto a él. Viste una especie de chilaba hasta los pies de color dorado con filigranas verdes en cuello, puños y bajos. Por encima de este una capa de color negro con forro de color verde e idénticas filigranas rematando el cuello. Durante un tiempo nos explica por encima distintos aspectos del modo de vida de la etnia.
Su reinado comienza en la transferencia de poderes que tiene lugar en el altar dispuesto para ello. A un lado el cuerpo momificado del anterior monarca y del otro el sucesor. Me ha parecido entender que antiguamente se mantenía al anterior monarca momificado diez años antes de hacer efectiva la sucesión, ahora ese periodo se ha reducido a unos meses. Una vez celebrada la transmisión de poderes se levanta en la aldea un palo muy alto que certifica este hecho. Es ortodoxo y esto no le permite tener más de una mujer con la que se casa y con la que tiene descendencia para perpetuar la monarquía. Mientras esto tiene lugar su vida transcurre en la aldea de la que no sale demasiado a menudo y cuando lo hace siempre lleva consigo un puñado de la tierra de su reino, simbólico vínculo con sus orígenes. No hay impuestos, a menos que seas turista extranjero, pero las cosechas del rey son las primeras en sembrarse y las primeras en recogerse. Si finalmente llega descendencia, el primogénito está llamado a ser el sucesor legítimo. En caso contrario esta recae en el hermano menor del rey en el caso de que no esté casado o lo esté sin descendencia. Si el hermano menor está casado y tiene descendencia el sucesor legítimo será su primogénito. Pasa la vida y el rey muere, se le momifica y se realiza una nueva transferencia de poderes tras los cuales se entierra la momia del antiguo rey. Se entierran en posición fetal, en alguna colina cercana, excavando un hoyo de tres metros de profundidad para después a partir de aquí horadar seis metros en horizontal hacia el corazón de la colina. Señalando el lugar se fijan los Waka, tótem funerarios llenos de simbología y protegidos bajo un techado de caña.
El hermano del rey nos lleva hasta el lugar donde se encuentran enterrados su padre, vigésimo monarca, y su abuelo, décimo noveno. Un palo tallado, su aspecto recuerda a una espina de pescado, marca exactamente el número que ocupó el monarca dentro de la actual dinastía. De vuelta al claro nos encontramos con un grupo de extranjeros disfrutando de un espectáculo de cantos y danzas locales. Desde un discreto segundo plano observamos durante un rato antes de subir a los coches y continuar el camino.
Volvemos a Konso y atravesando su centro neurálgico respiramos aliviados viendo el hotel St. Mary a nuestra espalda desdibujado por el polvo que levantan nuestros coches. Realizamos una última parada en el hospital antes de continuar. Las condiciones a todos los niveles son tremendas y los medios insuficientes. Aún así el responsable del centro enseña con orgullo las instalaciones con las que cuentan y que son capaces de mantener a duras penas con ayudas internacionales y del gobierno. La parte del grupo dedicada a la sanidad, todos excepto Luisa, que indirectamente se puede considerar también del gremio por su actividad en una ONG en Cuba, y Yo, salen de allí compungidos por lo que acaban de ver. A mí me parte el alma la mirada de la gente que espera fuera de cada uno de los barracones, una mirada que te atraviesa y en la que imagino cierta esperanza que se esconde tras el pensamiento de que, tal vez, estos extranjeros que nos visitan nos ayuden a tener una calidad sanitaria mejor. Es la dosis de humildad que en todos los viajes me golpea y acaba dándome un buen revolcón. Realizamos el recorrido hasta Yabelo en silencio, mirando por las ventanillas los caminos, las gentes, los animales y los cambios en el paisaje. Intento pensar, como lo hacía en la India, en las dos realidades paralelas que jamás llegarán a cruzarse pero que coinciden durante un tiempo efímero. Como en la India, pienso que la manera de ayudar es estar aquí y contar el viaje a nuestro regreso para animar a amigos y conocidos a visitar el país.
Yabelo nos sorprende y antes de llegar nos anuncia una mejora patente en forma de carretera asfaltada. Somos precavidos y no emitimos ningún juicio hasta que llegamos al hotel, a pesar de que la ciudad tiene muchísimo mejor aspecto que Konso. Finalmente el Yabelo Motel, a pesar del nombre, se nos presenta como un lugar recogido, de bonitos y cuidados jardines, con habitaciones muy decentes y espaciosas, agua caliente, luz a todas horas y bebidas frías, no frías a la manera etíope, frías de verdad. Y aparte de las bondades del motel, por fin tenemos cobertura después de ocho largos días. Habíamos hablado con Kumbi la posibilidad de acercarnos hasta el cráter de sal, Chew-Bet que traducido literalmente del etíope significa pozo de sal, pero es demasiado tarde. Se tarda una hora en llegar, más otra en volver y al menos dos entre bajar y subir para visitarlo. ¿A quién le importa? Tenemos que comer, agua caliente y un pueblo por conocer.
Decidimos, antes de nada, comer y nos sentamos en una agradable terraza frente a recepción a la sombra de unos árboles. Minutos después comienza a llover lo que nos obliga a trasladarnos a la terraza cubierta que cerca el hotel a orilla de la carretera, principal ruta de entrada a Kenia. Tardan horrores en traernos la comida y aprovechamos la espera para llamar a Estrella y a casa y dar novedades. Me quedo estupefacto cuando Marisol, tras las obligadas preguntas acerca del estado general de la familia y de informar que nosotros nos encontramos bien, se interesa sobre el estado de las obras del piso de Sonia. La pregunta de si habrá estado pensando en ello todo este tiempo me acecha amenazadora. ¿Tan difícil es desconectar? Para mí no desde luego. Por mi parte hablo con madre a la que le informo de nuestra situación y la oriento desde Addis para que pueda localizarnos en el Atlas de Aitor, pasatiempo que les encanta y que me encanta que les encante. Por supuesto no le pregunto sobre los canalones del pueblo, la pintura de la fachada, el cenador, el solado alrededor de la piscina ni nada que se le parezca y en su lugar prometo, si podemos, llamar en un par de días. Por fin llegan los platos pero no llegan todos los que hemos pedido. En concreto falta uno de cada tres. Marisol y Yo compartimos un steak peaper por obligación junto a dos cervezas y dos coca colas por lo que pagamos 52B.
Tras la comida disfrutamos con calma de las lujosas instalaciones. Nos duchamos, me afeito por primera vez desde que salimos de Madrid, ropita limpia y definitivamente nos transformamos en otras personas. Hemos quedado con Kumbi para que los coches nos acerquen al pueblo que está unos kilómetros antes del motel. Maite y Gloria se quedan el motel, Esme, a la que yo creía mal del estómago al verla en el poblado Konso bastante jodida, se viene. No para de mirarme y decirme que casi no me reconoce una vez afeitado,
—Míralo tu, parece un crío.
Como ya he dicho soy vanidoso y comentarios de ese tipo los agradezco infinitamente. El pueblo, entre dos luces, muestra un aspecto tranquilo. Los comercios languidecen y la gente pasea distendida. Arrastramos como de costumbre una cantidad considerable de niños que poco a poco van perdiendo interés y nos van dejando haciendo que disfrutemos mucho más nuestro paseo.
—My mother is dead. Please, help me —me repite machaconamente un chico ya mayor. Ante mi negativa decide marcharse.
Compramos una jarra para hacer café a una chica que lee un cuadernillo con problemas de trigonometría de respuesta cerrada con las soluciones ya marcadas. Estoy seguro que esta chica no será la última persona que lo lea y la cultura del reciclaje, impuesta por obligación en estos países, hará que circule de mano en mano mientras las grapas lo mantengan de una sola pieza y las hojas, ya negras por el uso, se puedan leer. La jarra nos cuesta 8B, le damos un billete de 10B y nos devuelve 1B. Aunque pudiera parecer que esta operación, poco ventajosa para nosotros, ha sido realizada por la chica merced a la destreza mental adquirida con sus estudios de trigonometría no es así. Un chico de unos 15 años que viste una camiseta del Arsenal es el artífice del juego malabárico donde un birr desaparece, cantidad que supongo equivale a su comisión. En premio a su vivacidad le regalo el otro birr.
Volvemos al motel para cenar. Previsoramente hemos encargado la cena cuando hemos acabamos de comer para evitar así esperas innecesarias. A las nueve cumpliendo el horario previsto comienzan a traernos la comida. Rony nos acompaña, los demás se han ido al pueblo a cenar. Tomamos un steak peaper, sopa, steak rebozado, dos St. George Beer y dos Mirinda por 82B. A Marisol le ha sobrado steak y con el mío habíamos comido los dos. En la terraza junto a la recepción la gente toma posiciones frente a un televisor que se encuentra protegido dentro de un cajón de madera con dos puertas que se cierran con candado mientras la televisión está apagada. Retransmiten la liga de campeones y Rony nos insta a ver el partido, oferta que rechazamos educadamente ya que mañana tenemos que levantarnos a las seis de la mañana para visitar el cráter de sal antes de visitar los pozos cantarines. Rony nos dice que verá la primera parte y luego él también se irá a dormir.
Estamos felices de cómo se está desarrollando el viaje. Lo de Konso casi no merece ni mención y Yabelo nos ayuda a olvidarlo por completo. Vuelvo a cargar el GPS para continuar almacenando las rutas que vamos haciendo, cargo la cámara de fotos, la de vídeo y ¡aún me sobran enchufes! Pese a que hemos tenido que aportar unos birr de más, no logro recordar la cantidad exacta, para visitar Geley Chaca ha merecido la pena. El precioso poblado, con sus chozas que se hacinan unas contra las otras, dibujando laberínticos senderos por los que perderse y retornar al pasado viendo las arcaicas pero eficaces herramientas para moler, las pilas fabricadas con una madera llamada wasa, las vasijas de bambú para almacenar el grano y las curiosidades sobre el modo de vida que el universitario monarca nos ha ido desgranando. Tan solo enturbia el día la pena que tiene Marisol por no poder comprar un Waka ni en Geley Chaca ni en Konso.
Las cuentas un día más quedan incompletas a la espera de que alguna noche me desvele sobresaltado con la cifra que tuvimos que pagar en concepto de impuesto por visitar Geley Chaca. Comer y cenar 107B y 10B más por la cafetera lo que hace un parcial de 17B a lo largo del día, 866,75B de suma total y 54,17Bpd (4,84€pd). Con la piel como la de un bebé caigo fulminado bajo la protectora mosquitera.
Me despierto instantes antes de que el muecín comience su llamada, a través de los altavoces de la torre, convocando a los fieles a la oración matutina y noto con angustia cierta dificultad para moverme. Intento tirar de la sábana para taparme sin éxito. Poco a poco, según me despierto, me doy cuenta que estoy preso entre el colchón, cuyo áspero forro noto desagradable contra mi cara, y la sábana bajera en la cual me encuentro enredado. Solo Dios sabe como he acabado ahí. Me obsesiona el ojo derecho en el que ayer noche noté un pinchazo nada más acostarnos, así que librándome de mi inerte cancela me levanto y me dirijo al baño para observar detenidamente frente al espejo que el ojo no está inflamado. Respiro aliviado. Todo ese tipo de cosas, hinchazón repentina de un ojo, herpes labiales, quistes sebáceos que se inflaman de pronto, flemones, etc. me desequilibran y con cualquiera de ellos la seguridad en mí mismo que tanto necesito se desmorona como un termitero bajo una fuerte tromba de agua. Supongo que el ser propenso a todo eso es el castigo que he de pagar por mi excesiva coquetería de modo que en mi vida se pueden distinguir dos estados de ánimo perfectamente definidos, cuando tengo alguna deformidad en mi cara y cuando no. Esta profunda reflexión matinal deja de manifiesto mi naturaleza binaria. El muecín termina su llamada y como un mal presagio los ecos de su voz se apagan a la vez que los ruidos que provoca el aire que sale por el grifo del lavabo. Unos segundos de silencio y dos explosiones seguidas anuncian la inminente llegada del agua. Unos segundos más, unos minutos, un cuarto de hora... hoy tampoco hay agua. Marisol, en un alarde de flexibilidad increíble, salta del interior de la habitación hasta el pasillo exterior para interceptar a un muchacho que pasa por delante de nuestra puerta y le pide, si es posible, un cubo de agua para cubrir el gasto del lavabo, lo que nos permite al menos asearnos, y la cisterna, aún más importante. Mientras Marisol acaba de arreglarse, bajo para intentar desesperadamente conseguir agua,
—Not posible, not water —es todo lo que obtengo de esa pared de ladrillos con cargo de encargado.
Bien, las opciones se reducen. Repetimos ropa y asumimos otro día sin una relajante y purificadora ducha (ahorraré aquí por innecesario el añadido de agua caliente). Tal vez en Yabelo hacia donde nos dirigimos. Registro en el GPS la localización exacta del hotel St. Mary (N05º20.380’ E037º26.494 Alt1446m) mientras pienso que será difícil encontrar un alojamiento en peores condiciones que este. Esto es una ventaja que hará buenos a los hoteles que presente un aspecto y un servicio algo mejor. Abajo mientras esperamos a estar todos listos para partir compramos unas muñecas que a mí personalmente me dan mal rollo. A Marisol sin embargo le llaman la atención porque le recuerdan a las muñecas de budú e inexplicablemente le hacen mucha gracia.
Salimos de Konso por la misma carretera por la que llegamos ayer para visitar un poblado de la etnia del mismo nombre. A los pocos kilómetros tomamos un camino que sale a la derecha y que parece un camino agrario que se encuentra en pésimo estado. Zarandeados entre terrazas de cultivo primero y un tupido bosque después, llegamos a un claro presidido por un enorme árbol. Un chico corre, ovillo en mano, para desenrollar el algodón y colocarlo alrededor de dos palos clavados en el suelo a una distancia de unos veinte pasos. Del lado contrario una verja con una bonita puerta, realizada aprovechando un tronco retorcido por los años, franquea un poblado de chozas hacinadas y de las que solo podemos ver el remate de sus tejados, realizado con cántaros de barro. Se trata del poblado Geley Chaca donde Kumbi entra para gestionar la visita. Cuando sale nos dice que ha estado hablando con el rey de los Konso y este le ha dicho que tenemos que pagar si queremos ver el poblado. Kumbi nos explica que esta visita entra dentro de nuestro viaje y que ellos han pagado ya al patronato de turismo por ella. El rey, continúa Kumbi, dice tener diferencias con el patronato e insiste en que si queremos visitar el poblado hemos de pagar, independientemente de lo que hayamos pagado ya al patronato. Kumbi nos dice que podemos visitar cualquier otro poblado sin pagar nada y opina que aunque este es el más bonito, en los otros podremos ver lo mismo. Decidimos por unanimidad que por lo que se ve desde fuera merece la pena visitarlo y que Gustavo entre con Kumbi a negociar el precio e intente rebajarlo. El chico continúa su carrera ovillo en mano mientras un buen número de niños comienzan a rodearnos. Al rato sale Gustavo, el rey se mantiene fuerte en su posición. No obstante, como signo de respeto hacia nuestro delegado, decide indultar del pago a Gustavo. Menos es nada.
Entramos por la preciosa puerta y allí, tras una pared de piedra de un metro de altura, con aire solemne se encuentra el vigésimo primer rey de los Konso con su pequeño heredero, que ajeno a su futura responsabilidad nos observa curioso junto a él. Viste una especie de chilaba hasta los pies de color dorado con filigranas verdes en cuello, puños y bajos. Por encima de este una capa de color negro con forro de color verde e idénticas filigranas rematando el cuello. Durante un tiempo nos explica por encima distintos aspectos del modo de vida de la etnia.
Su reinado comienza en la transferencia de poderes que tiene lugar en el altar dispuesto para ello. A un lado el cuerpo momificado del anterior monarca y del otro el sucesor. Me ha parecido entender que antiguamente se mantenía al anterior monarca momificado diez años antes de hacer efectiva la sucesión, ahora ese periodo se ha reducido a unos meses. Una vez celebrada la transmisión de poderes se levanta en la aldea un palo muy alto que certifica este hecho. Es ortodoxo y esto no le permite tener más de una mujer con la que se casa y con la que tiene descendencia para perpetuar la monarquía. Mientras esto tiene lugar su vida transcurre en la aldea de la que no sale demasiado a menudo y cuando lo hace siempre lleva consigo un puñado de la tierra de su reino, simbólico vínculo con sus orígenes. No hay impuestos, a menos que seas turista extranjero, pero las cosechas del rey son las primeras en sembrarse y las primeras en recogerse. Si finalmente llega descendencia, el primogénito está llamado a ser el sucesor legítimo. En caso contrario esta recae en el hermano menor del rey en el caso de que no esté casado o lo esté sin descendencia. Si el hermano menor está casado y tiene descendencia el sucesor legítimo será su primogénito. Pasa la vida y el rey muere, se le momifica y se realiza una nueva transferencia de poderes tras los cuales se entierra la momia del antiguo rey. Se entierran en posición fetal, en alguna colina cercana, excavando un hoyo de tres metros de profundidad para después a partir de aquí horadar seis metros en horizontal hacia el corazón de la colina. Señalando el lugar se fijan los Waka, tótem funerarios llenos de simbología y protegidos bajo un techado de caña.
El hermano del rey nos lleva hasta el lugar donde se encuentran enterrados su padre, vigésimo monarca, y su abuelo, décimo noveno. Un palo tallado, su aspecto recuerda a una espina de pescado, marca exactamente el número que ocupó el monarca dentro de la actual dinastía. De vuelta al claro nos encontramos con un grupo de extranjeros disfrutando de un espectáculo de cantos y danzas locales. Desde un discreto segundo plano observamos durante un rato antes de subir a los coches y continuar el camino.
Volvemos a Konso y atravesando su centro neurálgico respiramos aliviados viendo el hotel St. Mary a nuestra espalda desdibujado por el polvo que levantan nuestros coches. Realizamos una última parada en el hospital antes de continuar. Las condiciones a todos los niveles son tremendas y los medios insuficientes. Aún así el responsable del centro enseña con orgullo las instalaciones con las que cuentan y que son capaces de mantener a duras penas con ayudas internacionales y del gobierno. La parte del grupo dedicada a la sanidad, todos excepto Luisa, que indirectamente se puede considerar también del gremio por su actividad en una ONG en Cuba, y Yo, salen de allí compungidos por lo que acaban de ver. A mí me parte el alma la mirada de la gente que espera fuera de cada uno de los barracones, una mirada que te atraviesa y en la que imagino cierta esperanza que se esconde tras el pensamiento de que, tal vez, estos extranjeros que nos visitan nos ayuden a tener una calidad sanitaria mejor. Es la dosis de humildad que en todos los viajes me golpea y acaba dándome un buen revolcón. Realizamos el recorrido hasta Yabelo en silencio, mirando por las ventanillas los caminos, las gentes, los animales y los cambios en el paisaje. Intento pensar, como lo hacía en la India, en las dos realidades paralelas que jamás llegarán a cruzarse pero que coinciden durante un tiempo efímero. Como en la India, pienso que la manera de ayudar es estar aquí y contar el viaje a nuestro regreso para animar a amigos y conocidos a visitar el país.
Yabelo nos sorprende y antes de llegar nos anuncia una mejora patente en forma de carretera asfaltada. Somos precavidos y no emitimos ningún juicio hasta que llegamos al hotel, a pesar de que la ciudad tiene muchísimo mejor aspecto que Konso. Finalmente el Yabelo Motel, a pesar del nombre, se nos presenta como un lugar recogido, de bonitos y cuidados jardines, con habitaciones muy decentes y espaciosas, agua caliente, luz a todas horas y bebidas frías, no frías a la manera etíope, frías de verdad. Y aparte de las bondades del motel, por fin tenemos cobertura después de ocho largos días. Habíamos hablado con Kumbi la posibilidad de acercarnos hasta el cráter de sal, Chew-Bet que traducido literalmente del etíope significa pozo de sal, pero es demasiado tarde. Se tarda una hora en llegar, más otra en volver y al menos dos entre bajar y subir para visitarlo. ¿A quién le importa? Tenemos que comer, agua caliente y un pueblo por conocer.
Decidimos, antes de nada, comer y nos sentamos en una agradable terraza frente a recepción a la sombra de unos árboles. Minutos después comienza a llover lo que nos obliga a trasladarnos a la terraza cubierta que cerca el hotel a orilla de la carretera, principal ruta de entrada a Kenia. Tardan horrores en traernos la comida y aprovechamos la espera para llamar a Estrella y a casa y dar novedades. Me quedo estupefacto cuando Marisol, tras las obligadas preguntas acerca del estado general de la familia y de informar que nosotros nos encontramos bien, se interesa sobre el estado de las obras del piso de Sonia. La pregunta de si habrá estado pensando en ello todo este tiempo me acecha amenazadora. ¿Tan difícil es desconectar? Para mí no desde luego. Por mi parte hablo con madre a la que le informo de nuestra situación y la oriento desde Addis para que pueda localizarnos en el Atlas de Aitor, pasatiempo que les encanta y que me encanta que les encante. Por supuesto no le pregunto sobre los canalones del pueblo, la pintura de la fachada, el cenador, el solado alrededor de la piscina ni nada que se le parezca y en su lugar prometo, si podemos, llamar en un par de días. Por fin llegan los platos pero no llegan todos los que hemos pedido. En concreto falta uno de cada tres. Marisol y Yo compartimos un steak peaper por obligación junto a dos cervezas y dos coca colas por lo que pagamos 52B.
Tras la comida disfrutamos con calma de las lujosas instalaciones. Nos duchamos, me afeito por primera vez desde que salimos de Madrid, ropita limpia y definitivamente nos transformamos en otras personas. Hemos quedado con Kumbi para que los coches nos acerquen al pueblo que está unos kilómetros antes del motel. Maite y Gloria se quedan el motel, Esme, a la que yo creía mal del estómago al verla en el poblado Konso bastante jodida, se viene. No para de mirarme y decirme que casi no me reconoce una vez afeitado,
—Míralo tu, parece un crío.
Como ya he dicho soy vanidoso y comentarios de ese tipo los agradezco infinitamente. El pueblo, entre dos luces, muestra un aspecto tranquilo. Los comercios languidecen y la gente pasea distendida. Arrastramos como de costumbre una cantidad considerable de niños que poco a poco van perdiendo interés y nos van dejando haciendo que disfrutemos mucho más nuestro paseo.
—My mother is dead. Please, help me —me repite machaconamente un chico ya mayor. Ante mi negativa decide marcharse.
Compramos una jarra para hacer café a una chica que lee un cuadernillo con problemas de trigonometría de respuesta cerrada con las soluciones ya marcadas. Estoy seguro que esta chica no será la última persona que lo lea y la cultura del reciclaje, impuesta por obligación en estos países, hará que circule de mano en mano mientras las grapas lo mantengan de una sola pieza y las hojas, ya negras por el uso, se puedan leer. La jarra nos cuesta 8B, le damos un billete de 10B y nos devuelve 1B. Aunque pudiera parecer que esta operación, poco ventajosa para nosotros, ha sido realizada por la chica merced a la destreza mental adquirida con sus estudios de trigonometría no es así. Un chico de unos 15 años que viste una camiseta del Arsenal es el artífice del juego malabárico donde un birr desaparece, cantidad que supongo equivale a su comisión. En premio a su vivacidad le regalo el otro birr.
Volvemos al motel para cenar. Previsoramente hemos encargado la cena cuando hemos acabamos de comer para evitar así esperas innecesarias. A las nueve cumpliendo el horario previsto comienzan a traernos la comida. Rony nos acompaña, los demás se han ido al pueblo a cenar. Tomamos un steak peaper, sopa, steak rebozado, dos St. George Beer y dos Mirinda por 82B. A Marisol le ha sobrado steak y con el mío habíamos comido los dos. En la terraza junto a la recepción la gente toma posiciones frente a un televisor que se encuentra protegido dentro de un cajón de madera con dos puertas que se cierran con candado mientras la televisión está apagada. Retransmiten la liga de campeones y Rony nos insta a ver el partido, oferta que rechazamos educadamente ya que mañana tenemos que levantarnos a las seis de la mañana para visitar el cráter de sal antes de visitar los pozos cantarines. Rony nos dice que verá la primera parte y luego él también se irá a dormir.
Estamos felices de cómo se está desarrollando el viaje. Lo de Konso casi no merece ni mención y Yabelo nos ayuda a olvidarlo por completo. Vuelvo a cargar el GPS para continuar almacenando las rutas que vamos haciendo, cargo la cámara de fotos, la de vídeo y ¡aún me sobran enchufes! Pese a que hemos tenido que aportar unos birr de más, no logro recordar la cantidad exacta, para visitar Geley Chaca ha merecido la pena. El precioso poblado, con sus chozas que se hacinan unas contra las otras, dibujando laberínticos senderos por los que perderse y retornar al pasado viendo las arcaicas pero eficaces herramientas para moler, las pilas fabricadas con una madera llamada wasa, las vasijas de bambú para almacenar el grano y las curiosidades sobre el modo de vida que el universitario monarca nos ha ido desgranando. Tan solo enturbia el día la pena que tiene Marisol por no poder comprar un Waka ni en Geley Chaca ni en Konso.
Las cuentas un día más quedan incompletas a la espera de que alguna noche me desvele sobresaltado con la cifra que tuvimos que pagar en concepto de impuesto por visitar Geley Chaca. Comer y cenar 107B y 10B más por la cafetera lo que hace un parcial de 17B a lo largo del día, 866,75B de suma total y 54,17Bpd (4,84€pd). Con la piel como la de un bebé caigo fulminado bajo la protectora mosquitera.
lunes, 11 de septiembre de 2006
Déjà vu
Turmi-Konso, ehud 1 de Meskerem de 1999
Asomo la nariz fuera de la tienda de campaña para descubrir una preciosa y fresca mañana. Poco a poco me desperezo y me acerco hasta las duchas para lavarme la cara. Me encuentro con Yonás que gentilmente me cede el lavabo. Por la experiencia acumulada en el poco tiempo que llevo en este país, se que pierdo el tiempo tratando de conseguir que, dado que él estaba antes, sea él quien use el lavabo primero así que comienzo a asearme mientras me explica lo que ayer fui incapaz de entender.
—Yesterday, in coffee, the girl was a business girl —me dice, mentalmente traduzco, business girl, negocio chica, chica negocio... ¡prostituta!
—She goes with you about one hundred birr —aproximadamente diez euros.
Eso es lo que ayer sin éxito trataba de decirme el bueno de Yonás cuando yo insistía en que la muchacha era perfecta para él. Estando ya en España he leído en el libro de Javier Reverte —Los caminos perdidos de África— que es muy común encontrar chicas de paso que se prostituyen en los cafetines de carretera. Recuerdo el método utilizado por Javier, ante la insistencia de las chicas, para quitárselas de encima,
—No, lo siento. Tengo diarrea.
Pero claro, para esto hay que tener un nivel de inglés que yo evidentemente no poseo.
Vuelvo a la tienda. Marisol lo tiene todo prácticamente recogido. Dejamos fuera las bolsas de aseo y nos vamos a desayunar. Ayele ya lo tiene todo listo y mientras nosotros desayunamos recoge, junto a Alfa, su pequeña cocina por última vez. A partir de ese momento, como nos cuenta Kumbi mientras desayunamos, Ayele se dedicará a hacer turismo como un viajero más, en este caso como el viajero número nueve. Es increíble pero a Kumbi, al que imaginábamos con una gran resaca después de la pequeña fiesta de anoche, se le ve fresco y no para de hablar, de contar historias, es un gran contador de historias, y de reír de forma contagiosa según las cuenta. Una de ellas se desarrolla en torno a su papel de actor en el documental —La llamada de África— de Chema Rodríguez,
—Si lo ven, busquen la parte que habla de los matrimonios arreglados, ahí aparezco yo —dice y acaba la frase alzando un poco la barbilla y girando ligeramente la cabeza haciéndose el interesante, compostura que rompe riendo con ganas.
Gustavo aprovecha para recopilar datos sobre su historia, su familia, su época en Cuba, el regreso... material que utilizará en la confección de un artículo dedicado a los etiocubanos en su columna de los miércoles en El Diario de Mallorca.
Por nuestra parte, volvemos a la tienda y cogemos los cepillos y la pasta del neceser y nos lavamos los dientes frente al silencioso cauce seco del río, con la vista perdida intentando imaginar a veinte mujeres hamer sudando, saltando y haciendo sonar sus cascabeles.
Acercamos las bolsas junto al coche para que Mesfin componga ese puzle en el que se convierte el maletero de estos coches cuando se trata de acomodar tiendas, mesas, sillas, equipaje y bolsas delicadas que contienen regalos,
—Don’t worry —me dice cuando le señalo con el dedo mi bolsa del gimnasio y formo, sin pronunciar, con los labios la palabra frágil.
Marisol me riñe por volver a recordárselo. Yo, a modo de venganza, hago que me hable a la cámara, cosa que se que odia.
Kumbi nos propone ir hasta el pueblo caminando mientras conductores y cocinero acaban de colocarlo todo. Excepto Gloria, Maite y Esme, los demás nos vamos dando un agradable paseo por la pista que va desde el campamento hasta Turmi. Como siempre que un grupo de blanquitos pasea, una legión, poco numerosa debido a la hora tempranera del día y a la resaca por la fiesta de la noche anterior, de niños nos cortejan sin cesar. De todos ellos llama mi atención una niña, que carga con su hermano a las costillas y se queda rezagada a mi lado mientras dejo que mis compañeros se adelanten para hacerles una foto. En cuanto la enfoco escapa atravesando el camino de un lado al otro. La persigo con el objetivo y sin estar seguro disparo, una sola vez, manteniendo la trayectoria evasiva de la niña. Espero ansioso a que la cámara memorice la instantánea. Una vez finaliza visualizo la foto en el display asegurándome con el zoom que está nítida. Simplemente perfecta. El camino, de un color marrón ocre, enmarca perfectamente a la niña, su hermano y la sombra que proyectan sobre la pista en su huida lo que confiere a la foto gran dinamismo. Pago el robado con una cantidad ingente de caramelos.
En el centro de Turmi se está montando el mercado semanal. Aún hay pocos puestos pero los que vemos son muy interesantes. Deben de haber intuido nuestra presencia porque en casi todos se vende lo mismo, objetos de deseo para turistas ansiosos por poseerlos. Uno de ellos son los cascabeles que las hamer atan a sus piernas para hacer sonar mientras saltan. Una superstición hindú dice que realizar la primera venta del día es importante porque ella marca el devenir del resto de la jornada, pero al parecer la vendedora de los cascabeles no cree en supersticiones y está dispuesta a perder la venta antes de bajar ni un solo birr. La ansiedad me puede y los compro por 80B que, solo al peso los vale. En el puesto de al lado un niño llama la atención de Marisol,
—Míralo, como un árbol de Navidad lo tienen, no le falta un detalle.
Se empeña, y lo consigue, en hacerle una foto que junto con la del camino a los dos hermanos completan el cupo de fotos magníficas del día. Volvemos a usar los caramelos como moneda de pago y esta vez el niño se sorprende al recibir tan dulce premio, prueba definitiva de que este robado es más robado que el mío.
Los coches nos alcanzan en un cafetín a las afueras de Turmi. Es tradición el día de Año Nuevo que la gente ofrezca un pan realizado en los hornos de las casas de grosor considerable y que está infinitamente mejor que la enyera. Es una lástima que no haya nada con qué acompañarlo y una suerte tener la coca cola cerca de la hora de tragarlo, misión imposible sin el famoso brebaje. Pagamos 10B por los refrescos. Nuestro equipo da buena cuenta de una enyera, llevan ya trabajado lo suyo, y lo que sobra se lo damos a un hombre, que sentado a nuestro lado pide birrs y vende todo los abalorios que lleva encima. Paco le compra un par de pulseras que se quita ayudándose con la tira de cuero de las sandalias de neumático reciclado que calza.
Nos vamos para Konso vía valle de Weito, el infernal valle del que tenemos recuerdos encontrados. Unos kilómetros antes de llegar al restaurante de Weito donde vamos a comer visitamos un poblado de la etnia herbore. Son oromo hablantes, de tez increíblemente oscura, algo normal viviendo en esta caldera, y al menos la niña a la que pagamos para fotografiarla, tienen los ojos claros. Visten uniformemente y entre su bisutería destacan las plateadas correas de relojes que cuelgan lineales sobre su frente y entre decenas de collares de cuentas multicolores que forman un bello arco iris sobre su pecho. Tanto hombres como mujeres lucen curiosos pendientes que me entretengo en pintar provocando su curiosidad y más de una sonrisa. Visitamos, a unos quinientos metros del poblado, un pozo con una bomba de extracción manual, posiblemente instalada por el gobierno o tal vez por alguna ONG. Los niños se pelean entre ellos por mostrar a los farangi la manera de extraer el agua. De camino al coche intento calcular los cientos de kilómetros que este sencillo artefacto ahorrará a lo largo del año a los niños del poblado, sobre los cuales recae la ingrata tarea de portear el agua desde los lejanos pozos.
Continuamos viaje dejando atrás el poblado Herbore hasta Weito, donde paramos para comer. Parar aquí es negar la forma tangible de todo lo que hemos vivido hasta ahora en el viaje. Como si todo hubiese sido un sueño y el tiempo se hubiese detenido en este lugar, nos encontramos comiendo enyera con carne de cabra guisada igual que hace cuatro días, en el mismo lugar, donde nada ha cambiado. Como en una película donde el más nimio de los detalles descarta la posibilidad de que todo sea un sueño, la pequeña hoja de papel donde reza Happy New Year, nos recuerda que hoy no es día 7, si no 11, y que el viaje continúa. Yonás, perezoso, bebe una Mirinda tumbado sobre uno de los asientos de adobe. Aprovecho que ahora están todos juntos para hacerles una foto, un magnífico recuerdo de un equipo de gente, estupendas personas y grandes profesionales.
Maite y Gloria no prueban bocado mientras que Esme y Luisa toman lo mínimo y todas rechazan las barras energéticas que no paro de ofrecer. Los demás comemos, sobre todo para seguir el sabio consejo de Paco, por que vete tú a saber cuándo podremos volver a comer. Mientras nos esforzamos en coger los trozos de carne con la enyera, desde la cocina nos llegan ecos de un ritmo acompasado por voces sueltas. El personal encargado de hacer la comida descansa y sentados sobre grandes barriles color amarillo, improvisados cajones, entonan canciones tribales que desatan el sentimiento africano y a ritmo de palmas arrancan bailes desenfadados con grandes dosis de alegría. No en vano es Año Nuevo y Kumbi, que continúa sin dar muestras de cansancio, salta del asiento y en pocos segundos, arrastrando con él a Gustavo, se unen al grupo entre las risas cómplices del personal. Gustavo con gran imaginación y ritmo deja bien alto el pundonor de los blanquitos.
Pagamos 31B (2,77€) por la comida, la bebida y el café, mientras siguen bailando y riendo. Subimos a los coches para continuar nuestro camino. Posiblemente jamás regresemos a Weito y un sentimiento de melancolía me acompaña a medida que nos acercamos a la salida para tomar la pista hacia Konso, nuestro destino final el día de hoy.
Nuestro coche se para de repente durante una subida muy pronunciada. Hace mucho calor y Paco se refugia bajo un matorral. Kumbi nos compra una bola de incienso para cada pareja a unos niños que no sabemos de dónde han salido. Mientras Mesfin, Kebede y Yonás se afanan sobre el capó con las manos en el motor intentando localizar la avería.
—¿Es grave Kumbi? —pregunta Marisol.
—No. Esto es una cosa que no merece la atención de un ingeniero mecánico —contesta guasón Kumbi.
—¿Se puede arreglar ahora?
—Ahora mismo —y en quince minutos estamos de nuevo camino de Konso.
El flash-back en el que se ha convertido este viaje nos lleva de nuevo al mirador del valle, donde Luisa toma conciencia de que ya no podrá comprar el fusil de madera que vendía aquel niño el día que pasamos por aquí en dirección opuesta, a las terrazas intrincadas que desdibujan la colina y anuncian cultivos intensivos de sorgo, trigo, cebada, algodón, maíz, girasol... Paramos en un alto frente a ellas para hacer unas fotos. La vista es magnífica pero la luz, a estas horas, insuficiente para obtener buenos resultados. Como siempre que paramos en la carretera, a los pocos minutos nos vemos rodeados de niños que nos venden juguetes manufacturados y llamativos collares de color rojo. Compramos dos, Kumbi nos regala un tercero hecho a base de semillas, y un delicado televisor con un sin fin, con imágenes cotidianas, caganet etíope incluido. Dudo que llegue entero a España.
—¡Melkam addis amat! —¡Feliz Año Nuevo! me esfuerzo en decir en amárico a los niños, y por sus caras me cuesta creer que me estén entendiendo.
El gentío se agrupa a orillas de la carretera cuando enfilamos la pista, que en constante bajada, nos lleva hasta la única rotonda y centro neurálgico de la ciudad de Konso. En esa única rotonda, a la izquierda según se baja, se encuentra el St. Mary Hotel ¿nuestro hotel de ensueño por una noche?: decididamente no. De nuevo Javier y la preparación anímica a la que nos sometió frente a los hoteles en África nos evita una fuerte depresión. Ahora, recordando sus palabras, me lo imagino pensando en el St. Mary Hotel mientras nos informa de la precariedad de los servicios en el país. Las habitaciones se reducen a una estancia poco más grande que la cama y un cuarto de baño, donde no funcionan ni la cisterna ni la ducha, y donde suelo y paredes están tan sucios que se confunden. Necesitaremos los sacos sábana para dormir aislados de la ropa de cama y posiblemente nos despertemos con el alba, ya que la raída cortina no es suficiente para cubrir el ventanal que ocupa una de las cuatro paredes. Por lo demás, el sitio es prefecto. Yonás se asoma para ver si todo va bien, e intenta solucionarnos el problema con la cisterna.
Decide cambiarnos la habitación y reparar la avería con más calma. Describir la nueva habitación sería repetirme, así que con borrar lo de que la cisterna no funciona, el resto es lo mismo.
Decidimos dar una vuelta para hacer tiempo hasta la hora de cenar. Salimos del hotel y tomamos la pista de tierra por la que hemos venido todos menos Gloria y Maite que deciden quedarse y darse una ducha. Decenas de niños nos hacen la cobertura durante todo el camino y no paran de hacernos las preguntas de siempre haciendo que nuestro tranquilo paseo al atardecer se convierta en un verdadero tormento. Fotografío la central de telefónica según bajamos y a pesar de la gran antena a un lado del dificio, continúo sin cobertura y en consecuencia sin poder mandar noticias a casa. Un poco más abajo se encuentra el centro de salud. Entramos para hablar con ellos y ver la posibilidad de realizar una visita. Nos dicen que el centro a estas horas ya está sin personal y no podemos visitarlo pero que en Konso, más allá de la rotonda, hay un hospital y que si nos pasamos por allí mañana podríamos visitarlo.
Volvemos al hotel. Aún no es la hora de cenar y hacemos tiempo tomando unos refrescos y unas cervezas. Del bar sale una música estridente y machacona que sin embargo parece animar mucho a la gran cantidad de público sentado en las mesas de la terraza. Kumbi nos encarga la cena con un menú clásico, sopa, pasta con carne, agua y cerveza por 70B (6,26€) No hay mucho más que hacer así que nos retiramos a dormir. Una desagradable sorpresa nos espera al llegar a la habitación, no hay agua. Me asomo al pasillo y veo a Gustavo en la misma tesitura,
—¿Tenéis agua? En nuestra habitación no hay.
Bajamos en busca de Kumbi al que nos cuesta Dios y ayuda encontrar. Continúa celebrando el Año Nuevo y lejos de aflojar el ritmo cada vez está más animado, madera cubana supongo. El caso es que habla con el encargado del hotel quien le dice que en una media hora tendremos agua en las habitaciones. Subimos de nuevo y hacemos tiempo reorganizando las bolsas, haciendo la cama con los sacos sábana y comprobando cada diez minutos si el grifo escupe finalmente agua. Pasados tres cuartos de hora, quince minutos más del plazo estipulado, bajamos de nuevo pero esta vez no encontramos a Kumbi, madera cubana supongo, y le toca a Gustavo dialogar con el encargado, si se puede llamar dialogar a la escueta conversación que mantienen,
—Is possible to have water in the rooms?
—No, water is not possible, not water. Tomorrow morning there will be water.
Nos rendimos y subimos a las habitaciones. Comunico la mala noticia a Marisol que se coge un cabreo monumental. La música no cesa y por primera vez en este viaje deseamos que el generador se detenga de una maldita vez. Pero como dije antes, estábamos sobre aviso y esto no es más que un pequeño contratiempo que tiene la importancia que nosotros le queramos dar. Es año nuevo, nos queda las dos terceras partes del viaje aún y según el capullo del encargado mañana por la mañana nos podremos duchar, todo está saliendo a la perfección.
—¡Melkam addis amat! Mari —le digo a Marisol.
—¿Qué dices? —me pregunta.
—Hasta mañana —miento en la traducción.
—Hasta mañana cielo.
Como todos los días resumen de gastos mientras espero el abrazo de Morfeo, 80B por los cascabeles Hamer, 10B por las dos coca colas, 31B por la comida, 70B por la cena y 2B por la foto lo que hacen 193B. El total asciende a 749,75B es decir 53,55Bpd (4,79€pd).
Asomo la nariz fuera de la tienda de campaña para descubrir una preciosa y fresca mañana. Poco a poco me desperezo y me acerco hasta las duchas para lavarme la cara. Me encuentro con Yonás que gentilmente me cede el lavabo. Por la experiencia acumulada en el poco tiempo que llevo en este país, se que pierdo el tiempo tratando de conseguir que, dado que él estaba antes, sea él quien use el lavabo primero así que comienzo a asearme mientras me explica lo que ayer fui incapaz de entender.
—Yesterday, in coffee, the girl was a business girl —me dice, mentalmente traduzco, business girl, negocio chica, chica negocio... ¡prostituta!
—She goes with you about one hundred birr —aproximadamente diez euros.
Eso es lo que ayer sin éxito trataba de decirme el bueno de Yonás cuando yo insistía en que la muchacha era perfecta para él. Estando ya en España he leído en el libro de Javier Reverte —Los caminos perdidos de África— que es muy común encontrar chicas de paso que se prostituyen en los cafetines de carretera. Recuerdo el método utilizado por Javier, ante la insistencia de las chicas, para quitárselas de encima,
—No, lo siento. Tengo diarrea.
Pero claro, para esto hay que tener un nivel de inglés que yo evidentemente no poseo.
Vuelvo a la tienda. Marisol lo tiene todo prácticamente recogido. Dejamos fuera las bolsas de aseo y nos vamos a desayunar. Ayele ya lo tiene todo listo y mientras nosotros desayunamos recoge, junto a Alfa, su pequeña cocina por última vez. A partir de ese momento, como nos cuenta Kumbi mientras desayunamos, Ayele se dedicará a hacer turismo como un viajero más, en este caso como el viajero número nueve. Es increíble pero a Kumbi, al que imaginábamos con una gran resaca después de la pequeña fiesta de anoche, se le ve fresco y no para de hablar, de contar historias, es un gran contador de historias, y de reír de forma contagiosa según las cuenta. Una de ellas se desarrolla en torno a su papel de actor en el documental —La llamada de África— de Chema Rodríguez,
—Si lo ven, busquen la parte que habla de los matrimonios arreglados, ahí aparezco yo —dice y acaba la frase alzando un poco la barbilla y girando ligeramente la cabeza haciéndose el interesante, compostura que rompe riendo con ganas.
Gustavo aprovecha para recopilar datos sobre su historia, su familia, su época en Cuba, el regreso... material que utilizará en la confección de un artículo dedicado a los etiocubanos en su columna de los miércoles en El Diario de Mallorca.
Por nuestra parte, volvemos a la tienda y cogemos los cepillos y la pasta del neceser y nos lavamos los dientes frente al silencioso cauce seco del río, con la vista perdida intentando imaginar a veinte mujeres hamer sudando, saltando y haciendo sonar sus cascabeles.
Acercamos las bolsas junto al coche para que Mesfin componga ese puzle en el que se convierte el maletero de estos coches cuando se trata de acomodar tiendas, mesas, sillas, equipaje y bolsas delicadas que contienen regalos,
—Don’t worry —me dice cuando le señalo con el dedo mi bolsa del gimnasio y formo, sin pronunciar, con los labios la palabra frágil.
Marisol me riñe por volver a recordárselo. Yo, a modo de venganza, hago que me hable a la cámara, cosa que se que odia.
Kumbi nos propone ir hasta el pueblo caminando mientras conductores y cocinero acaban de colocarlo todo. Excepto Gloria, Maite y Esme, los demás nos vamos dando un agradable paseo por la pista que va desde el campamento hasta Turmi. Como siempre que un grupo de blanquitos pasea, una legión, poco numerosa debido a la hora tempranera del día y a la resaca por la fiesta de la noche anterior, de niños nos cortejan sin cesar. De todos ellos llama mi atención una niña, que carga con su hermano a las costillas y se queda rezagada a mi lado mientras dejo que mis compañeros se adelanten para hacerles una foto. En cuanto la enfoco escapa atravesando el camino de un lado al otro. La persigo con el objetivo y sin estar seguro disparo, una sola vez, manteniendo la trayectoria evasiva de la niña. Espero ansioso a que la cámara memorice la instantánea. Una vez finaliza visualizo la foto en el display asegurándome con el zoom que está nítida. Simplemente perfecta. El camino, de un color marrón ocre, enmarca perfectamente a la niña, su hermano y la sombra que proyectan sobre la pista en su huida lo que confiere a la foto gran dinamismo. Pago el robado con una cantidad ingente de caramelos.
En el centro de Turmi se está montando el mercado semanal. Aún hay pocos puestos pero los que vemos son muy interesantes. Deben de haber intuido nuestra presencia porque en casi todos se vende lo mismo, objetos de deseo para turistas ansiosos por poseerlos. Uno de ellos son los cascabeles que las hamer atan a sus piernas para hacer sonar mientras saltan. Una superstición hindú dice que realizar la primera venta del día es importante porque ella marca el devenir del resto de la jornada, pero al parecer la vendedora de los cascabeles no cree en supersticiones y está dispuesta a perder la venta antes de bajar ni un solo birr. La ansiedad me puede y los compro por 80B que, solo al peso los vale. En el puesto de al lado un niño llama la atención de Marisol,
—Míralo, como un árbol de Navidad lo tienen, no le falta un detalle.
Se empeña, y lo consigue, en hacerle una foto que junto con la del camino a los dos hermanos completan el cupo de fotos magníficas del día. Volvemos a usar los caramelos como moneda de pago y esta vez el niño se sorprende al recibir tan dulce premio, prueba definitiva de que este robado es más robado que el mío.
Los coches nos alcanzan en un cafetín a las afueras de Turmi. Es tradición el día de Año Nuevo que la gente ofrezca un pan realizado en los hornos de las casas de grosor considerable y que está infinitamente mejor que la enyera. Es una lástima que no haya nada con qué acompañarlo y una suerte tener la coca cola cerca de la hora de tragarlo, misión imposible sin el famoso brebaje. Pagamos 10B por los refrescos. Nuestro equipo da buena cuenta de una enyera, llevan ya trabajado lo suyo, y lo que sobra se lo damos a un hombre, que sentado a nuestro lado pide birrs y vende todo los abalorios que lleva encima. Paco le compra un par de pulseras que se quita ayudándose con la tira de cuero de las sandalias de neumático reciclado que calza.
Nos vamos para Konso vía valle de Weito, el infernal valle del que tenemos recuerdos encontrados. Unos kilómetros antes de llegar al restaurante de Weito donde vamos a comer visitamos un poblado de la etnia herbore. Son oromo hablantes, de tez increíblemente oscura, algo normal viviendo en esta caldera, y al menos la niña a la que pagamos para fotografiarla, tienen los ojos claros. Visten uniformemente y entre su bisutería destacan las plateadas correas de relojes que cuelgan lineales sobre su frente y entre decenas de collares de cuentas multicolores que forman un bello arco iris sobre su pecho. Tanto hombres como mujeres lucen curiosos pendientes que me entretengo en pintar provocando su curiosidad y más de una sonrisa. Visitamos, a unos quinientos metros del poblado, un pozo con una bomba de extracción manual, posiblemente instalada por el gobierno o tal vez por alguna ONG. Los niños se pelean entre ellos por mostrar a los farangi la manera de extraer el agua. De camino al coche intento calcular los cientos de kilómetros que este sencillo artefacto ahorrará a lo largo del año a los niños del poblado, sobre los cuales recae la ingrata tarea de portear el agua desde los lejanos pozos.
Continuamos viaje dejando atrás el poblado Herbore hasta Weito, donde paramos para comer. Parar aquí es negar la forma tangible de todo lo que hemos vivido hasta ahora en el viaje. Como si todo hubiese sido un sueño y el tiempo se hubiese detenido en este lugar, nos encontramos comiendo enyera con carne de cabra guisada igual que hace cuatro días, en el mismo lugar, donde nada ha cambiado. Como en una película donde el más nimio de los detalles descarta la posibilidad de que todo sea un sueño, la pequeña hoja de papel donde reza Happy New Year, nos recuerda que hoy no es día 7, si no 11, y que el viaje continúa. Yonás, perezoso, bebe una Mirinda tumbado sobre uno de los asientos de adobe. Aprovecho que ahora están todos juntos para hacerles una foto, un magnífico recuerdo de un equipo de gente, estupendas personas y grandes profesionales.
Maite y Gloria no prueban bocado mientras que Esme y Luisa toman lo mínimo y todas rechazan las barras energéticas que no paro de ofrecer. Los demás comemos, sobre todo para seguir el sabio consejo de Paco, por que vete tú a saber cuándo podremos volver a comer. Mientras nos esforzamos en coger los trozos de carne con la enyera, desde la cocina nos llegan ecos de un ritmo acompasado por voces sueltas. El personal encargado de hacer la comida descansa y sentados sobre grandes barriles color amarillo, improvisados cajones, entonan canciones tribales que desatan el sentimiento africano y a ritmo de palmas arrancan bailes desenfadados con grandes dosis de alegría. No en vano es Año Nuevo y Kumbi, que continúa sin dar muestras de cansancio, salta del asiento y en pocos segundos, arrastrando con él a Gustavo, se unen al grupo entre las risas cómplices del personal. Gustavo con gran imaginación y ritmo deja bien alto el pundonor de los blanquitos.
Pagamos 31B (2,77€) por la comida, la bebida y el café, mientras siguen bailando y riendo. Subimos a los coches para continuar nuestro camino. Posiblemente jamás regresemos a Weito y un sentimiento de melancolía me acompaña a medida que nos acercamos a la salida para tomar la pista hacia Konso, nuestro destino final el día de hoy.
Nuestro coche se para de repente durante una subida muy pronunciada. Hace mucho calor y Paco se refugia bajo un matorral. Kumbi nos compra una bola de incienso para cada pareja a unos niños que no sabemos de dónde han salido. Mientras Mesfin, Kebede y Yonás se afanan sobre el capó con las manos en el motor intentando localizar la avería.
—¿Es grave Kumbi? —pregunta Marisol.
—No. Esto es una cosa que no merece la atención de un ingeniero mecánico —contesta guasón Kumbi.
—¿Se puede arreglar ahora?
—Ahora mismo —y en quince minutos estamos de nuevo camino de Konso.
El flash-back en el que se ha convertido este viaje nos lleva de nuevo al mirador del valle, donde Luisa toma conciencia de que ya no podrá comprar el fusil de madera que vendía aquel niño el día que pasamos por aquí en dirección opuesta, a las terrazas intrincadas que desdibujan la colina y anuncian cultivos intensivos de sorgo, trigo, cebada, algodón, maíz, girasol... Paramos en un alto frente a ellas para hacer unas fotos. La vista es magnífica pero la luz, a estas horas, insuficiente para obtener buenos resultados. Como siempre que paramos en la carretera, a los pocos minutos nos vemos rodeados de niños que nos venden juguetes manufacturados y llamativos collares de color rojo. Compramos dos, Kumbi nos regala un tercero hecho a base de semillas, y un delicado televisor con un sin fin, con imágenes cotidianas, caganet etíope incluido. Dudo que llegue entero a España.
—¡Melkam addis amat! —¡Feliz Año Nuevo! me esfuerzo en decir en amárico a los niños, y por sus caras me cuesta creer que me estén entendiendo.
El gentío se agrupa a orillas de la carretera cuando enfilamos la pista, que en constante bajada, nos lleva hasta la única rotonda y centro neurálgico de la ciudad de Konso. En esa única rotonda, a la izquierda según se baja, se encuentra el St. Mary Hotel ¿nuestro hotel de ensueño por una noche?: decididamente no. De nuevo Javier y la preparación anímica a la que nos sometió frente a los hoteles en África nos evita una fuerte depresión. Ahora, recordando sus palabras, me lo imagino pensando en el St. Mary Hotel mientras nos informa de la precariedad de los servicios en el país. Las habitaciones se reducen a una estancia poco más grande que la cama y un cuarto de baño, donde no funcionan ni la cisterna ni la ducha, y donde suelo y paredes están tan sucios que se confunden. Necesitaremos los sacos sábana para dormir aislados de la ropa de cama y posiblemente nos despertemos con el alba, ya que la raída cortina no es suficiente para cubrir el ventanal que ocupa una de las cuatro paredes. Por lo demás, el sitio es prefecto. Yonás se asoma para ver si todo va bien, e intenta solucionarnos el problema con la cisterna.
Decide cambiarnos la habitación y reparar la avería con más calma. Describir la nueva habitación sería repetirme, así que con borrar lo de que la cisterna no funciona, el resto es lo mismo.
Decidimos dar una vuelta para hacer tiempo hasta la hora de cenar. Salimos del hotel y tomamos la pista de tierra por la que hemos venido todos menos Gloria y Maite que deciden quedarse y darse una ducha. Decenas de niños nos hacen la cobertura durante todo el camino y no paran de hacernos las preguntas de siempre haciendo que nuestro tranquilo paseo al atardecer se convierta en un verdadero tormento. Fotografío la central de telefónica según bajamos y a pesar de la gran antena a un lado del dificio, continúo sin cobertura y en consecuencia sin poder mandar noticias a casa. Un poco más abajo se encuentra el centro de salud. Entramos para hablar con ellos y ver la posibilidad de realizar una visita. Nos dicen que el centro a estas horas ya está sin personal y no podemos visitarlo pero que en Konso, más allá de la rotonda, hay un hospital y que si nos pasamos por allí mañana podríamos visitarlo.
Volvemos al hotel. Aún no es la hora de cenar y hacemos tiempo tomando unos refrescos y unas cervezas. Del bar sale una música estridente y machacona que sin embargo parece animar mucho a la gran cantidad de público sentado en las mesas de la terraza. Kumbi nos encarga la cena con un menú clásico, sopa, pasta con carne, agua y cerveza por 70B (6,26€) No hay mucho más que hacer así que nos retiramos a dormir. Una desagradable sorpresa nos espera al llegar a la habitación, no hay agua. Me asomo al pasillo y veo a Gustavo en la misma tesitura,
—¿Tenéis agua? En nuestra habitación no hay.
Bajamos en busca de Kumbi al que nos cuesta Dios y ayuda encontrar. Continúa celebrando el Año Nuevo y lejos de aflojar el ritmo cada vez está más animado, madera cubana supongo. El caso es que habla con el encargado del hotel quien le dice que en una media hora tendremos agua en las habitaciones. Subimos de nuevo y hacemos tiempo reorganizando las bolsas, haciendo la cama con los sacos sábana y comprobando cada diez minutos si el grifo escupe finalmente agua. Pasados tres cuartos de hora, quince minutos más del plazo estipulado, bajamos de nuevo pero esta vez no encontramos a Kumbi, madera cubana supongo, y le toca a Gustavo dialogar con el encargado, si se puede llamar dialogar a la escueta conversación que mantienen,
—Is possible to have water in the rooms?
—No, water is not possible, not water. Tomorrow morning there will be water.
Nos rendimos y subimos a las habitaciones. Comunico la mala noticia a Marisol que se coge un cabreo monumental. La música no cesa y por primera vez en este viaje deseamos que el generador se detenga de una maldita vez. Pero como dije antes, estábamos sobre aviso y esto no es más que un pequeño contratiempo que tiene la importancia que nosotros le queramos dar. Es año nuevo, nos queda las dos terceras partes del viaje aún y según el capullo del encargado mañana por la mañana nos podremos duchar, todo está saliendo a la perfección.
—¡Melkam addis amat! Mari —le digo a Marisol.
—¿Qué dices? —me pregunta.
—Hasta mañana —miento en la traducción.
—Hasta mañana cielo.
Como todos los días resumen de gastos mientras espero el abrazo de Morfeo, 80B por los cascabeles Hamer, 10B por las dos coca colas, 31B por la comida, 70B por la cena y 2B por la foto lo que hacen 193B. El total asciende a 749,75B es decir 53,55Bpd (4,79€pd).
domingo, 10 de septiembre de 2006
El salto del buey
Turmi-Omorate-Turmi, qadamit sanba 5 de pagumen de 1998
Si anoche la enorme luna rasgada por las ramas de las acacias nos ofreció hermosas imágenes, esta mañana un sol perezoso nos permite que disfrutemos despacio y con calma, de un sublime amanecer mientras nos dirigimos a las duchas, acompañados del silencio roto por nuestras pisadas sobre la hojarasca. En el cielo unas pocas nubes horizontales se alinean con las copas planas de los árboles. Todo parece indicar que el día será, en cuanto a la climatología se refiere, maravilloso. La mayoría de las tiendas permanecen cerradas así que tenemos todos los lavabos disponibles pudiendo elegir de entre ellos aquel que nos sorprenda con algo más de un hilillo de agua, que por otra parte parece bastante complicado.
Dejamos la pereza arremolinándose en el lavabo y volvemos para ver con gran alegría la mesa ya preparada, las viandas dispuestas, el agua humeante para el café y el té y Ayele con un gesto delicado convidándonos a que tomemos asiento. Tomamos un huevo frito y una pasta de un cereal similar a la cebada pero más alargado.
Nos subimos a los coches y emprendemos el camino que nos llevará hasta el río Omo. Hay unos 72 Km. entre Turmi y Omorate, ciudad esta a orillas del gran río, de pista de tierra seca y compacta cercada por arbustos espinosos de algo más de metro y medio de alto. Un metro por encima de estos, vemos las altivas chimeneas de los termiteros que en gran número salpican los límites infinitos de la pista hacia ambos lados. Paramos cerca de uno para tirar una foto. La chimenea hace funciones de ventilación para el termitero, un gran montículo terroso en la base. De las termitas, y suele haber unos dos millones de individuos por termitero, ni rastro.
Llegamos al pueblo de Omorate. A nuestra izquierda se alzan unos barracones rodeados de una alambrada y de aspecto militar. Paramos en un control cuya cuerda está en el suelo. Después de un par de minutos esperando a que alguien responda a nuestros toques de claxon, Mesfin decide continuar. Entramos al pueblo y giramos a la derecha, desde la calle principal, adentrándonos en un callejón hasta que unos metros más adelante desde un promontorio vemos el río Omo. Un precario embarcadero, y decir embarcadero es decir mucho, de tierra dura y polvo delimita sus aguas, de color marrón, y atadas a palos unas cuantas barcazas muy rudimentarias son mecidas por la corriente. Un grupo de mujeres de piel muy negra esperan en la orilla no sé muy bien qué. Van ataviadas con una falda de vuelo por debajo de las rodillas y encima una especie de peto, con un corte asimétrico tremendamente moderno, sujeto por un tirante sobre el hombro derecho. Ambas piezas parecen realizadas en piel. Grandes collares hechos con cuentas de colores apagados adornan sus cuellos mientras que sus muñecas, tobillos y codos lucen conjuntos de tres o cuatros anchas pulseras de latón. Sobre la cabeza, en desafiante equilibrio, llevan sacos llenos, supuestamente, de cereal. Los hombres que las acompañan, mucho menos uniformados, lucen por toda vestimenta una gran manta enrollada a la cintura a modo de falda. Rematando este hermoso lienzo un grupo de cabras a la derecha beben agua confiadas sin saber de nuestras intenciones para con una de sus hermanas de raza de la que daremos buena cuenta entre hoy y mañana. Hace mucho aire y esto levanta cantidades ingentes de polvo que desdibuja el paisaje y que, pese a nuestros esfuerzos por evitarlo, se nos acaba metiendo hasta el alma. Paseamos durante un rato haciendo fotos, disimuladas a ellos y descaradas al río a las barcas y las cabras que no entienden de birrs, al menos de momento.
Un chico de nombre Ibrahim pacta con Kumbi la visita al poblado Rati a orillas del Omo. Una veintena de chozas construidas a base de cartones, plásticos y uralitas de latón sujetos con cuerdas se extienden por una árida llanura donde es difícil maginar modo de vida alguno. Para fijar esa sensación el molesto aire lanza contra nosotros una enorme cantidad de partículas que sin dejar llegar al suelo arremolina una y otra vez. Los niños corren de un lado a otro, desnudos y semidesnudos intentando esquivar nuestras curiosas cámaras fotográficas. El conjunto me recuerda a una de las partes de la saga de Mad Max, como si después de un desastre nuclear esta gente fuesen los únicos supervivientes en el mundo. Una mujer nos observa tímidamente en un segundo plano y su actitud contrasta con la insistencia de sus vecinas, esa actitud es la que me lleva a elegirla precisamente a ella para tirarnos una foto pese a que no es la más espectacular de cuantas se nos ofrecen, pero sin duda es la más cándida. Marisol sin quererlo arma una pequeña revolución. Con la ayuda de Kumbi intenta hacer una fila con los niños para repartir unos caramelos. Evidentemente fracasa y los niños en lugar de una fila hacen una rueda y nada más recibir el dulce premio corren como el diablo para colocarse de nuevo al final y optar así a otra golosina. Todo esto sucede mientras me acerco con Mesfin al coche en busca de la segunda batería, y es que si hay algo inherente a todas las baterías es que siempre se acaban en el momento más inoportuno. Le pasa exactamente lo mismo a las cintas de vídeo.
Dejamos el poblado Rati para volver de nuevo a Omorate donde tomamos un refresco en Biheraout National Hotel. Alrededor de una pequeña lumbre donde hacen café y bajo un techo de cáñamo, nos sentamos en un banco corrido de adobe frente a oxidadas mesas de terraza. Las paredes son esteras entrelazadas de caña de las que hemos visto vender a orillas de la carretera. Ibrahim se sienta a mi lado y Gustavo se me adelanta y le invita a una coca cola. Yo por mi parte le doy un bolígrafo Bic. La cinta de donde cuelgo la cámara de vídeo se me ha roto en el poblado y como buen etíope y por extensión como buen africano, hábil con las manos, me la ha arreglado en menos que canta un gallo, y malditos gallos. Buena gente y despierto este Ibrahim, al que le deseo mucha suerte en la vida. Apuramos nuestros refrescos mientras un mico de unos diez años se ha sentado junto a Kumbi y realiza con mímica a cámara lenta, más bien súper lenta, toda suerte de imitaciones. Un futbolista rematando a gol, un tenista, un piloto de carreras, un boxeador... todo un showman. Kumbi le regala sus gafas que se pone para deleitarnos con una última interpretación, yo diría que de Hombre Martini, y con descaro señala una a una a las chicas con el dedo índice invitándolas a que se vayan con él.
Tenemos el tiempo justo para volver a Turmi, comer y después acudir a ver la ceremonia del salto del buey, que finalmente se va a realizar. Cuando llegamos Ayele nos tiene preparado macarrones y cabra con patatas, como no podía ser de otra manera. A pesar de ser muy grande, la cabra no está tan dura como nos habíamos imaginado y tiene un magnífico sabor. Mientras comemos, oímos a lo lejos los cánticos de grupos de mujeres de etnia Hamer que se dirigen ya hacia la ceremonia atravesando el río. Tomamos te y sin más nos vamos tras ellas.
El curso del río que delimita nuestro campamento por el sur, serpentea hacia el este, hasta un lugar donde el cauce se ensancha formando un arenal de unos doscientos metros de ancho de arena clara y algún que otro peñasco. Paramos los coches frente al cauce seco. Un grupo de unas veinticinco mujeres saltan al compás, golpeando con fuerza el suelo en la caída y haciendo sonar unos cascabeles que llevan atados en las piernas, por debajo de las rodillas. Otras llevan unas diez pulseras de latón en cada uno de los tobillos que hacen sonar juntando los talones y golpeando las pulseras de un tobillo contra las del otro. Esto dura apenas un minuto tras el cual, y siguiendo el sonido estridente de trompetillas, comienzan a girar en círculos. En frente otro grupo, más o menos igual de numeroso, comienza a ejecutar el mismo ritual. Están impecablemente vestidas y la mayoría tiene el pelo recién untado con el preparado, a base de asile y manteca animal. Ajenas a nuestra presencia continúan bailando, girando, riendo, de nuevo suenan acompasados los cascabeles, suben despacio los untuosos cabellos y el movimiento parece congelarse por un segundo antes de desplomarse de nuevo sobre sus espaldas, chasquean las pulseras tobilleras, suenan las trompetillas y vuelta a empezar. Nos parece estar en el salón de casa viendo un documental de La2 pero estamos en el medio de esta danza delirante que se acelera por momentos y que prepara cuerpo y mente para el ritual de la flagelación.
En un promontorio, del otro lado del arenal, a la sombra de un enorme árbol, los hombres con largas varas de acacia son instados por ellas para que descarguen sobre su espalda lo que de ahí en adelante será una nueva cicatriz que no dejarán cicatrizar y lucirán orgullosas como recuerdo de que ellas también estuvieron al lado de su saltador. Cuando ayer la pareja del camping nos contaba como vivieron ellos la ceremonia, pensé que el momento de la flagelación sería bastante desagradable. Ahora viéndolo in situ no me parece que sea así. Es cierto que son flageladas y es cierto que hay sangre y es cierto que desde nuestro occidental punto de vista es una salvajada, pero no es menos cierto que se desarrolla en un ambiente distendido e incluso tengo la sensación de que hay un innegable flirteo entre ellas y ellos, y estoy seguro que la elección del joven flagelador por parte de la joven que va a ser flagelada, no es ni mucho menos casual. Llega un momento que ni siquiera le das importancia, dejas de oír silbar la larga vara y es entonces cuando comienzas a disfrutar el momento.
Un chico le pide a Marisol si puede hacerle una foto a él con una chica, de mirada que no sabría definir, arrancándole una promesa: se la hará llegar. Es curioso pero viendo la foto ahora, justo antes de meterla en el sobre en el que volará hasta Kumbi, me doy cuenta de que posiblemente es la única muestra de afecto entre un hombre y una mujer que he visto a lo largo de todo el viaje. Cierro el sobre mientras pienso que la responsabilidad ya no es mía y deseo que Kumbi cumpla con su parte en esta historia. Disfrutamos bajo el gran árbol de preciosas instantáneas: una mujer, increíblemente guapa, da de comer a su pequeño, niños que van de un lado para otro sin saber en que dar, sesiones de pintura masculina, donde adornan sus caras con topos rojos de asile sobre una base de trazos blancos, corrillos multitudinarios de sonrientes mujeres, familias enteras que nos observan curiosas... la calma poco a poco suplanta el delirante inicio y aprovechamos el momento para comprar un collar a una mujer con la que Marisol, con ayuda de Manuel, ha entablado conversación, por 10B. Manuel es a la ceremonia del salto del buey lo que Sintayo y Samuel al mercado de Key Afar.
El sol aún está alto cuando abandonamos la protección del gran árbol y por la pista que atraviesa el cauce, en pequeña procesión, caminamos apenas un kilómetro acompañados por los cánticos de las mujeres que se replican entre ellas hasta llegar a un pequeño sendero que, a la derecha del camino, se interna entre el monte bajo y acaba en un gran claro. Una manada de unos cuarenta bueyes esperan haciendo piña mientras las mujeres poco a poco vuelven a danzar a su alrededor. Mientras unos pocos hombres escogen minuciosamente los bueyes que formarán parte de la fila, el saltador se somete a una ceremonia de purificación arropado y protegido de miradas de extraños, nosotros, por otros hombres. El último saltador le cede unos objetos que no podemos ver junto al pie de un arco ceremonial realizado con varas de acacia entrelazadas. La euforia de las mujeres crece y volvemos a verlas incitar a los hombres para ser flageladas. El saltador se muestra muy nervioso y con los ojos desorbitados deambula por el claro sin rumbo fijo.
La fila está formada. El primero de los bueyes pertenece por tradición a la familia, al abuelo creo, del saltador y se ve mucho más pequeño que los demás. Tendrá que hacer el recorrido sobre los lomos cuatro veces, lo que implica cuatro saltos para subir sobre los bueyes, el momento más delicado. Las mujeres con los brazos en alto sujetan unos palos de tal manera que cada una sujeta a medias el palo de su vecina y de este modo, como una sola mujer, ululan mientras el saltador, pasando bajo el arco ceremonial, se dirige a gran velocidad hacia la fila de bueyes, completamente desnudo, a la que se encarama sin problemas. Ayudado por un pequeño empujón consigue, a duras penas, encaramarse en el último buey de la fila, de tamaño considerablemente mayor que el del otro extremo, para iniciar la segunda vuelta. Va y vuelve y aún con mayores dificultades que la vez anterior, prácticamente catapultado por los jóvenes que sujetan los bueyes, enfila su último escollo para convertirse en saltador y ganar así prestigio social.
Para nosotros la ceremonia acaba aquí. Ellos se van hacia el poblado, donde continuarán la fiesta durante la noche. Rendido para siempre a esta etnia y aún embriagado por el espectáculo me dirijo con los demás hacia la pista donde nos esperan los coches. Gustavo, cómplice inesperado en la complicada tarea de intentar expresar con palabras lo que captamos con los sentidos, me dice:
—Javier, ¡ahí te quiero ver!
Nada me gustaría más, y es una lástima, pero tengo claro que lo mío no es escribir. Tampoco lo es realizar vídeos pero puestos a elegir me quedo con lo segundo, tarea con lo que me siento infinitamente más cómodo, así que intentaré realizar unos minutos en los que se vea de manera aproximada el espectáculo que hemos tenido la suerte de disfrutar en el arenal de Turmi.
Nuestro coche se dirige pista abajo cargado de improvisados polizones que se aferran a la parte posterior. En ese momento me acuerdo de Manuel y volviendo la cabeza lo veo desdibujado por la polvareda que levantamos, con mirada triste, al borde del camino. Siento rabia por no haberme dado cuenta que podíamos haberle acercado hasta el pueblo.
Pasamos a orillas del campamento dejándolo atrás para acercamos hasta un cafetín en el pueblo. Nos sentamos en uno de los apartados con forma de choza y con un banco corrido de adobe y forma circular frente unas mesas. El camarero se acerca hasta nosotros para tomarnos nota acompañado por una hermosa muchacha. Pregunto al camarero por un lavabo donde asearme un poco y me señala hacia el fondo del patio. Me dirijo hacia allí seguido por la muchacha que con suaves gestos me indica donde está el jabón y cómo utilizarlo. Me pregunta si quiero ir con ella señalando unos cuartos a la izquierda de donde se encuentra el lavabo. Le digo que no y ella me pregunta si no soy libre, a lo que contesto que, en efecto, no soy libre. Cuando vuelvo junto a los demás veo que Manuel ya ha llegado, pido una coca cola más para él y la cuenta, mientras la muchacha sentada junto al lavabo no cesa de mirarnos y sonreír entre tímida y descarada cuando miro hacia ella. Jonás me explica algo que no logro entender y él dándose cuenta me dice que ya me lo explicará. Pago 80B por todo, le doy 10B a Manuel y 200B a Kumbi por la ceremonia.
El GPS continúa descargado por lo que intento seguir el recorrido en el mapa. Mesfin, siempre atento, se interesa por lo que busco y al decírselo señala en mi mapa, aproximadamente ya que no aparece, el lugar donde se encuentra Omorate y la distancia recorrida desde Turmi.
Llegamos al campamento y preparamos todo lo necesario para intentar quitarnos el polvo acumulado a lo largo del día. Camino de las duchas un pincho de acacia me atraviesa la chancla y se me clava sin piedad en el dedo gordo del pie derecho. Siento dolor, pero lo disimulo frente al chico belga, vecino de campamento y que junto a su chica y nosotros conformábamos el grupo de blanquitos de la ceremonia. Se preocupa por mi dedo,
—No problem —miento mientras ayudado por la acacia asesina mantengo el equilibrio el tiempo suficiente para desclavar el pincho, primero de mi dedo y después de mi chancla.
Desconcertado tiro el pincho al suelo sin darme cuenta de que si ha atravesado sin problemas mi chancla puede hacer lo mismo con la rueda de cualquier coche. El chico belga lo recoge y lo deja junto a un tronco, lejos de las roderas. Le pido disculpas y con un gesto amable me dice que no me preocupe.
La ducha, de agua tibia, nos reconforta y consigue que volvamos a sentirnos personas limpias y aseadas. Volvemos a las tiendas. La pareja de belgas ojea las fotos de la ceremonia en un portátil comentando entre ellos durante largo tiempo los detalles de cada una de las fotografías. Al llegar a la tienda busco la camiseta marrón de Puma y se la llevo a Alfa, el muchacho Hamer ayudante de Ayele en la cocina, al que se la había prometido por dejarse dibujar. No hay que ser un experto en dibujo para darse cuenta que tampoco es lo mío. No habla nada de inglés y tampoco lo entiende por lo que me quedo con las ganas de saber si le ha gustado o no. Espero que sí.
Venir en septiembre a Etiopía cunde. Se da la circunstancia que hoy es el quinto día del mes de pagumen, Nochevieja etíope, y por lo tanto mañana será uno de meskerem. Si tenemos en cuenta que nosotros llegamos el treinta de nehase, sacamos como conclusión que estaremos en Etiopía durante los meses de nehase, pagumen y meskerem en tan solo dieciocho días de nuestro calendario. Y celebrar Nochevieja fue la excusa para comprar nuestra querida cabra, que Ayele nos tiene ya preparada esta vez estofada. Completan el menú de esta noche tan especial una crema de lentejas y una rica macedonia de frutas. Mientras Ayele sirve la cena, Kumbi pone sobre la mesa dos botellas de vino etíope Cherss lo que nos parece todo un detalle. Disfrutamos de la cena acompañados de este maravilloso equipo de personas a las que no tienes más remedio que coger cariño. Después de cenar hacemos fuego y Yonás pone música en el coche y comienza a bailar con Kumbi, al que el vino ha desinhibido completamente, si quedaba algo que desinhibir en él. Con los brazos en jarra, mueven sus hombros hacia delante acompañando con la parte superior del cuerpo y compulsivos movimientos de cabeza. De tanto en tanto la danza se asemeja a la capoeira brasileña y alternativamente se retan con sus brazos extendidos hacia el otro y su cuerpo recogido en actitud defensiva. Marisol y Paco se unen a ellos y bailan alocadamente dando vueltas sobre la hoguera, sin reglas ya que esta noche, como dice Kumbi, es una fiesta donde todo vale. La noche está iluminada por una preciosa y enorme luna con un increíble color blanco nacarado. Un marco perfecto para celebrar una Nochevieja. Por desgracia nos encontramos completamente destrozados y los ánimos decaen rápidamente hasta el punto de aguar la fiesta a los animados Yonás y Kumbi. El encargado del campamento se acerca hasta nosotros para decirle que otros clientes se han quejado por la música.
—Yo le he dicho que hoy es la Nochevieja etíope, fiesta en mi país, y estoy alegre y por eso lo celebro y bailo y canto. Si a ellos les molesta que se vayan —nos dice eufórico cuando el encargado se marcha.
Y tiene razón. Pienso por un momento que el encargado de una pensión de la Puerta del Sol de Madrid bajase y dijese a la gente que por favor no siguieran con la fiesta porque están molestando a sus clientes... pues lo mismo. El cansancio acumulado es el mejor de los motivos y sintiéndolo en el alma nos marchamos a dormir.
Nunca sabremos como acabaron la fiesta pero de lo que si estamos seguros es que Kumbi dio buena cuenta de lo que quedaba de Cherss. Largo y apasionante día en el que hemos disfrutado de la pequeña excursión para ver de cerca un impetuoso río Omo y a las gentes que sobreviven en sus orillas antes de sumergirnos en el apasionante ritual del salto del buey. Tengo que acabar el día del mismo modo que lo acabe ayer, reconociendo que para mí, siempre, los Hamer. He conocido otras etnias impresionantes y espero conocer muchas más, pero de los Hamer siempre me quedará un recuerdo muy especial.
Rápidamente, antes de que el sueño atenace mi mente, los gastos del día, 200B por acudir a la ceremonia, 10 birr por el collar de la mujer Hamer, 80B por los refrescos en Turmi y 10B a Manuel, 300B que sumados al total dan 556,75B es decir 46,50Bpd (4,16€pd). Me duermo con un sentimiento ruin al pensar que he despachado al bueno de Manuel con un bic, una coca cola y 10B.
Si anoche la enorme luna rasgada por las ramas de las acacias nos ofreció hermosas imágenes, esta mañana un sol perezoso nos permite que disfrutemos despacio y con calma, de un sublime amanecer mientras nos dirigimos a las duchas, acompañados del silencio roto por nuestras pisadas sobre la hojarasca. En el cielo unas pocas nubes horizontales se alinean con las copas planas de los árboles. Todo parece indicar que el día será, en cuanto a la climatología se refiere, maravilloso. La mayoría de las tiendas permanecen cerradas así que tenemos todos los lavabos disponibles pudiendo elegir de entre ellos aquel que nos sorprenda con algo más de un hilillo de agua, que por otra parte parece bastante complicado.
Dejamos la pereza arremolinándose en el lavabo y volvemos para ver con gran alegría la mesa ya preparada, las viandas dispuestas, el agua humeante para el café y el té y Ayele con un gesto delicado convidándonos a que tomemos asiento. Tomamos un huevo frito y una pasta de un cereal similar a la cebada pero más alargado.
Nos subimos a los coches y emprendemos el camino que nos llevará hasta el río Omo. Hay unos 72 Km. entre Turmi y Omorate, ciudad esta a orillas del gran río, de pista de tierra seca y compacta cercada por arbustos espinosos de algo más de metro y medio de alto. Un metro por encima de estos, vemos las altivas chimeneas de los termiteros que en gran número salpican los límites infinitos de la pista hacia ambos lados. Paramos cerca de uno para tirar una foto. La chimenea hace funciones de ventilación para el termitero, un gran montículo terroso en la base. De las termitas, y suele haber unos dos millones de individuos por termitero, ni rastro.
Llegamos al pueblo de Omorate. A nuestra izquierda se alzan unos barracones rodeados de una alambrada y de aspecto militar. Paramos en un control cuya cuerda está en el suelo. Después de un par de minutos esperando a que alguien responda a nuestros toques de claxon, Mesfin decide continuar. Entramos al pueblo y giramos a la derecha, desde la calle principal, adentrándonos en un callejón hasta que unos metros más adelante desde un promontorio vemos el río Omo. Un precario embarcadero, y decir embarcadero es decir mucho, de tierra dura y polvo delimita sus aguas, de color marrón, y atadas a palos unas cuantas barcazas muy rudimentarias son mecidas por la corriente. Un grupo de mujeres de piel muy negra esperan en la orilla no sé muy bien qué. Van ataviadas con una falda de vuelo por debajo de las rodillas y encima una especie de peto, con un corte asimétrico tremendamente moderno, sujeto por un tirante sobre el hombro derecho. Ambas piezas parecen realizadas en piel. Grandes collares hechos con cuentas de colores apagados adornan sus cuellos mientras que sus muñecas, tobillos y codos lucen conjuntos de tres o cuatros anchas pulseras de latón. Sobre la cabeza, en desafiante equilibrio, llevan sacos llenos, supuestamente, de cereal. Los hombres que las acompañan, mucho menos uniformados, lucen por toda vestimenta una gran manta enrollada a la cintura a modo de falda. Rematando este hermoso lienzo un grupo de cabras a la derecha beben agua confiadas sin saber de nuestras intenciones para con una de sus hermanas de raza de la que daremos buena cuenta entre hoy y mañana. Hace mucho aire y esto levanta cantidades ingentes de polvo que desdibuja el paisaje y que, pese a nuestros esfuerzos por evitarlo, se nos acaba metiendo hasta el alma. Paseamos durante un rato haciendo fotos, disimuladas a ellos y descaradas al río a las barcas y las cabras que no entienden de birrs, al menos de momento.
Un chico de nombre Ibrahim pacta con Kumbi la visita al poblado Rati a orillas del Omo. Una veintena de chozas construidas a base de cartones, plásticos y uralitas de latón sujetos con cuerdas se extienden por una árida llanura donde es difícil maginar modo de vida alguno. Para fijar esa sensación el molesto aire lanza contra nosotros una enorme cantidad de partículas que sin dejar llegar al suelo arremolina una y otra vez. Los niños corren de un lado a otro, desnudos y semidesnudos intentando esquivar nuestras curiosas cámaras fotográficas. El conjunto me recuerda a una de las partes de la saga de Mad Max, como si después de un desastre nuclear esta gente fuesen los únicos supervivientes en el mundo. Una mujer nos observa tímidamente en un segundo plano y su actitud contrasta con la insistencia de sus vecinas, esa actitud es la que me lleva a elegirla precisamente a ella para tirarnos una foto pese a que no es la más espectacular de cuantas se nos ofrecen, pero sin duda es la más cándida. Marisol sin quererlo arma una pequeña revolución. Con la ayuda de Kumbi intenta hacer una fila con los niños para repartir unos caramelos. Evidentemente fracasa y los niños en lugar de una fila hacen una rueda y nada más recibir el dulce premio corren como el diablo para colocarse de nuevo al final y optar así a otra golosina. Todo esto sucede mientras me acerco con Mesfin al coche en busca de la segunda batería, y es que si hay algo inherente a todas las baterías es que siempre se acaban en el momento más inoportuno. Le pasa exactamente lo mismo a las cintas de vídeo.
Dejamos el poblado Rati para volver de nuevo a Omorate donde tomamos un refresco en Biheraout National Hotel. Alrededor de una pequeña lumbre donde hacen café y bajo un techo de cáñamo, nos sentamos en un banco corrido de adobe frente a oxidadas mesas de terraza. Las paredes son esteras entrelazadas de caña de las que hemos visto vender a orillas de la carretera. Ibrahim se sienta a mi lado y Gustavo se me adelanta y le invita a una coca cola. Yo por mi parte le doy un bolígrafo Bic. La cinta de donde cuelgo la cámara de vídeo se me ha roto en el poblado y como buen etíope y por extensión como buen africano, hábil con las manos, me la ha arreglado en menos que canta un gallo, y malditos gallos. Buena gente y despierto este Ibrahim, al que le deseo mucha suerte en la vida. Apuramos nuestros refrescos mientras un mico de unos diez años se ha sentado junto a Kumbi y realiza con mímica a cámara lenta, más bien súper lenta, toda suerte de imitaciones. Un futbolista rematando a gol, un tenista, un piloto de carreras, un boxeador... todo un showman. Kumbi le regala sus gafas que se pone para deleitarnos con una última interpretación, yo diría que de Hombre Martini, y con descaro señala una a una a las chicas con el dedo índice invitándolas a que se vayan con él.
Tenemos el tiempo justo para volver a Turmi, comer y después acudir a ver la ceremonia del salto del buey, que finalmente se va a realizar. Cuando llegamos Ayele nos tiene preparado macarrones y cabra con patatas, como no podía ser de otra manera. A pesar de ser muy grande, la cabra no está tan dura como nos habíamos imaginado y tiene un magnífico sabor. Mientras comemos, oímos a lo lejos los cánticos de grupos de mujeres de etnia Hamer que se dirigen ya hacia la ceremonia atravesando el río. Tomamos te y sin más nos vamos tras ellas.
El curso del río que delimita nuestro campamento por el sur, serpentea hacia el este, hasta un lugar donde el cauce se ensancha formando un arenal de unos doscientos metros de ancho de arena clara y algún que otro peñasco. Paramos los coches frente al cauce seco. Un grupo de unas veinticinco mujeres saltan al compás, golpeando con fuerza el suelo en la caída y haciendo sonar unos cascabeles que llevan atados en las piernas, por debajo de las rodillas. Otras llevan unas diez pulseras de latón en cada uno de los tobillos que hacen sonar juntando los talones y golpeando las pulseras de un tobillo contra las del otro. Esto dura apenas un minuto tras el cual, y siguiendo el sonido estridente de trompetillas, comienzan a girar en círculos. En frente otro grupo, más o menos igual de numeroso, comienza a ejecutar el mismo ritual. Están impecablemente vestidas y la mayoría tiene el pelo recién untado con el preparado, a base de asile y manteca animal. Ajenas a nuestra presencia continúan bailando, girando, riendo, de nuevo suenan acompasados los cascabeles, suben despacio los untuosos cabellos y el movimiento parece congelarse por un segundo antes de desplomarse de nuevo sobre sus espaldas, chasquean las pulseras tobilleras, suenan las trompetillas y vuelta a empezar. Nos parece estar en el salón de casa viendo un documental de La2 pero estamos en el medio de esta danza delirante que se acelera por momentos y que prepara cuerpo y mente para el ritual de la flagelación.
En un promontorio, del otro lado del arenal, a la sombra de un enorme árbol, los hombres con largas varas de acacia son instados por ellas para que descarguen sobre su espalda lo que de ahí en adelante será una nueva cicatriz que no dejarán cicatrizar y lucirán orgullosas como recuerdo de que ellas también estuvieron al lado de su saltador. Cuando ayer la pareja del camping nos contaba como vivieron ellos la ceremonia, pensé que el momento de la flagelación sería bastante desagradable. Ahora viéndolo in situ no me parece que sea así. Es cierto que son flageladas y es cierto que hay sangre y es cierto que desde nuestro occidental punto de vista es una salvajada, pero no es menos cierto que se desarrolla en un ambiente distendido e incluso tengo la sensación de que hay un innegable flirteo entre ellas y ellos, y estoy seguro que la elección del joven flagelador por parte de la joven que va a ser flagelada, no es ni mucho menos casual. Llega un momento que ni siquiera le das importancia, dejas de oír silbar la larga vara y es entonces cuando comienzas a disfrutar el momento.
Un chico le pide a Marisol si puede hacerle una foto a él con una chica, de mirada que no sabría definir, arrancándole una promesa: se la hará llegar. Es curioso pero viendo la foto ahora, justo antes de meterla en el sobre en el que volará hasta Kumbi, me doy cuenta de que posiblemente es la única muestra de afecto entre un hombre y una mujer que he visto a lo largo de todo el viaje. Cierro el sobre mientras pienso que la responsabilidad ya no es mía y deseo que Kumbi cumpla con su parte en esta historia. Disfrutamos bajo el gran árbol de preciosas instantáneas: una mujer, increíblemente guapa, da de comer a su pequeño, niños que van de un lado para otro sin saber en que dar, sesiones de pintura masculina, donde adornan sus caras con topos rojos de asile sobre una base de trazos blancos, corrillos multitudinarios de sonrientes mujeres, familias enteras que nos observan curiosas... la calma poco a poco suplanta el delirante inicio y aprovechamos el momento para comprar un collar a una mujer con la que Marisol, con ayuda de Manuel, ha entablado conversación, por 10B. Manuel es a la ceremonia del salto del buey lo que Sintayo y Samuel al mercado de Key Afar.
El sol aún está alto cuando abandonamos la protección del gran árbol y por la pista que atraviesa el cauce, en pequeña procesión, caminamos apenas un kilómetro acompañados por los cánticos de las mujeres que se replican entre ellas hasta llegar a un pequeño sendero que, a la derecha del camino, se interna entre el monte bajo y acaba en un gran claro. Una manada de unos cuarenta bueyes esperan haciendo piña mientras las mujeres poco a poco vuelven a danzar a su alrededor. Mientras unos pocos hombres escogen minuciosamente los bueyes que formarán parte de la fila, el saltador se somete a una ceremonia de purificación arropado y protegido de miradas de extraños, nosotros, por otros hombres. El último saltador le cede unos objetos que no podemos ver junto al pie de un arco ceremonial realizado con varas de acacia entrelazadas. La euforia de las mujeres crece y volvemos a verlas incitar a los hombres para ser flageladas. El saltador se muestra muy nervioso y con los ojos desorbitados deambula por el claro sin rumbo fijo.
La fila está formada. El primero de los bueyes pertenece por tradición a la familia, al abuelo creo, del saltador y se ve mucho más pequeño que los demás. Tendrá que hacer el recorrido sobre los lomos cuatro veces, lo que implica cuatro saltos para subir sobre los bueyes, el momento más delicado. Las mujeres con los brazos en alto sujetan unos palos de tal manera que cada una sujeta a medias el palo de su vecina y de este modo, como una sola mujer, ululan mientras el saltador, pasando bajo el arco ceremonial, se dirige a gran velocidad hacia la fila de bueyes, completamente desnudo, a la que se encarama sin problemas. Ayudado por un pequeño empujón consigue, a duras penas, encaramarse en el último buey de la fila, de tamaño considerablemente mayor que el del otro extremo, para iniciar la segunda vuelta. Va y vuelve y aún con mayores dificultades que la vez anterior, prácticamente catapultado por los jóvenes que sujetan los bueyes, enfila su último escollo para convertirse en saltador y ganar así prestigio social.
Para nosotros la ceremonia acaba aquí. Ellos se van hacia el poblado, donde continuarán la fiesta durante la noche. Rendido para siempre a esta etnia y aún embriagado por el espectáculo me dirijo con los demás hacia la pista donde nos esperan los coches. Gustavo, cómplice inesperado en la complicada tarea de intentar expresar con palabras lo que captamos con los sentidos, me dice:
—Javier, ¡ahí te quiero ver!
Nada me gustaría más, y es una lástima, pero tengo claro que lo mío no es escribir. Tampoco lo es realizar vídeos pero puestos a elegir me quedo con lo segundo, tarea con lo que me siento infinitamente más cómodo, así que intentaré realizar unos minutos en los que se vea de manera aproximada el espectáculo que hemos tenido la suerte de disfrutar en el arenal de Turmi.
Nuestro coche se dirige pista abajo cargado de improvisados polizones que se aferran a la parte posterior. En ese momento me acuerdo de Manuel y volviendo la cabeza lo veo desdibujado por la polvareda que levantamos, con mirada triste, al borde del camino. Siento rabia por no haberme dado cuenta que podíamos haberle acercado hasta el pueblo.
Pasamos a orillas del campamento dejándolo atrás para acercamos hasta un cafetín en el pueblo. Nos sentamos en uno de los apartados con forma de choza y con un banco corrido de adobe y forma circular frente unas mesas. El camarero se acerca hasta nosotros para tomarnos nota acompañado por una hermosa muchacha. Pregunto al camarero por un lavabo donde asearme un poco y me señala hacia el fondo del patio. Me dirijo hacia allí seguido por la muchacha que con suaves gestos me indica donde está el jabón y cómo utilizarlo. Me pregunta si quiero ir con ella señalando unos cuartos a la izquierda de donde se encuentra el lavabo. Le digo que no y ella me pregunta si no soy libre, a lo que contesto que, en efecto, no soy libre. Cuando vuelvo junto a los demás veo que Manuel ya ha llegado, pido una coca cola más para él y la cuenta, mientras la muchacha sentada junto al lavabo no cesa de mirarnos y sonreír entre tímida y descarada cuando miro hacia ella. Jonás me explica algo que no logro entender y él dándose cuenta me dice que ya me lo explicará. Pago 80B por todo, le doy 10B a Manuel y 200B a Kumbi por la ceremonia.
El GPS continúa descargado por lo que intento seguir el recorrido en el mapa. Mesfin, siempre atento, se interesa por lo que busco y al decírselo señala en mi mapa, aproximadamente ya que no aparece, el lugar donde se encuentra Omorate y la distancia recorrida desde Turmi.
Llegamos al campamento y preparamos todo lo necesario para intentar quitarnos el polvo acumulado a lo largo del día. Camino de las duchas un pincho de acacia me atraviesa la chancla y se me clava sin piedad en el dedo gordo del pie derecho. Siento dolor, pero lo disimulo frente al chico belga, vecino de campamento y que junto a su chica y nosotros conformábamos el grupo de blanquitos de la ceremonia. Se preocupa por mi dedo,
—No problem —miento mientras ayudado por la acacia asesina mantengo el equilibrio el tiempo suficiente para desclavar el pincho, primero de mi dedo y después de mi chancla.
Desconcertado tiro el pincho al suelo sin darme cuenta de que si ha atravesado sin problemas mi chancla puede hacer lo mismo con la rueda de cualquier coche. El chico belga lo recoge y lo deja junto a un tronco, lejos de las roderas. Le pido disculpas y con un gesto amable me dice que no me preocupe.
La ducha, de agua tibia, nos reconforta y consigue que volvamos a sentirnos personas limpias y aseadas. Volvemos a las tiendas. La pareja de belgas ojea las fotos de la ceremonia en un portátil comentando entre ellos durante largo tiempo los detalles de cada una de las fotografías. Al llegar a la tienda busco la camiseta marrón de Puma y se la llevo a Alfa, el muchacho Hamer ayudante de Ayele en la cocina, al que se la había prometido por dejarse dibujar. No hay que ser un experto en dibujo para darse cuenta que tampoco es lo mío. No habla nada de inglés y tampoco lo entiende por lo que me quedo con las ganas de saber si le ha gustado o no. Espero que sí.
Venir en septiembre a Etiopía cunde. Se da la circunstancia que hoy es el quinto día del mes de pagumen, Nochevieja etíope, y por lo tanto mañana será uno de meskerem. Si tenemos en cuenta que nosotros llegamos el treinta de nehase, sacamos como conclusión que estaremos en Etiopía durante los meses de nehase, pagumen y meskerem en tan solo dieciocho días de nuestro calendario. Y celebrar Nochevieja fue la excusa para comprar nuestra querida cabra, que Ayele nos tiene ya preparada esta vez estofada. Completan el menú de esta noche tan especial una crema de lentejas y una rica macedonia de frutas. Mientras Ayele sirve la cena, Kumbi pone sobre la mesa dos botellas de vino etíope Cherss lo que nos parece todo un detalle. Disfrutamos de la cena acompañados de este maravilloso equipo de personas a las que no tienes más remedio que coger cariño. Después de cenar hacemos fuego y Yonás pone música en el coche y comienza a bailar con Kumbi, al que el vino ha desinhibido completamente, si quedaba algo que desinhibir en él. Con los brazos en jarra, mueven sus hombros hacia delante acompañando con la parte superior del cuerpo y compulsivos movimientos de cabeza. De tanto en tanto la danza se asemeja a la capoeira brasileña y alternativamente se retan con sus brazos extendidos hacia el otro y su cuerpo recogido en actitud defensiva. Marisol y Paco se unen a ellos y bailan alocadamente dando vueltas sobre la hoguera, sin reglas ya que esta noche, como dice Kumbi, es una fiesta donde todo vale. La noche está iluminada por una preciosa y enorme luna con un increíble color blanco nacarado. Un marco perfecto para celebrar una Nochevieja. Por desgracia nos encontramos completamente destrozados y los ánimos decaen rápidamente hasta el punto de aguar la fiesta a los animados Yonás y Kumbi. El encargado del campamento se acerca hasta nosotros para decirle que otros clientes se han quejado por la música.
—Yo le he dicho que hoy es la Nochevieja etíope, fiesta en mi país, y estoy alegre y por eso lo celebro y bailo y canto. Si a ellos les molesta que se vayan —nos dice eufórico cuando el encargado se marcha.
Y tiene razón. Pienso por un momento que el encargado de una pensión de la Puerta del Sol de Madrid bajase y dijese a la gente que por favor no siguieran con la fiesta porque están molestando a sus clientes... pues lo mismo. El cansancio acumulado es el mejor de los motivos y sintiéndolo en el alma nos marchamos a dormir.
Nunca sabremos como acabaron la fiesta pero de lo que si estamos seguros es que Kumbi dio buena cuenta de lo que quedaba de Cherss. Largo y apasionante día en el que hemos disfrutado de la pequeña excursión para ver de cerca un impetuoso río Omo y a las gentes que sobreviven en sus orillas antes de sumergirnos en el apasionante ritual del salto del buey. Tengo que acabar el día del mismo modo que lo acabe ayer, reconociendo que para mí, siempre, los Hamer. He conocido otras etnias impresionantes y espero conocer muchas más, pero de los Hamer siempre me quedará un recuerdo muy especial.
Rápidamente, antes de que el sueño atenace mi mente, los gastos del día, 200B por acudir a la ceremonia, 10 birr por el collar de la mujer Hamer, 80B por los refrescos en Turmi y 10B a Manuel, 300B que sumados al total dan 556,75B es decir 46,50Bpd (4,16€pd). Me duermo con un sentimiento ruin al pensar que he despachado al bueno de Manuel con un bic, una coca cola y 10B.
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